viernes, 15 de abril de 2011

Trainspotting y Naranja mecánica

La Vida en el Abismo – Trainspotting:

Genero: Drama
Sinopsis:
SIPNOPSIS :
Mark Renton es un joven escocés adicto a la heroína, al igual que el resto de sus amigos, los cuales se han creado un mundo muy particular. Entre el grupo hay un violento y alcohólico psicópata, un drogadicto desesperado, un mujeriego con un conocimiento enciclopédico de Sean Connery y un entusiasta de las caminatas y obsesivo de Iggy Pop. 
Fecha de Estreno : 19 julio 1996
Pais : Reino Unido   ( 1996 )
Director : Danny Boyle
Actores : Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Kelly MacDonald, Kevin McKidd, Peter Mullan


 
LA NARANJA MECANICA
por Rogelio Pujol

Alex (Malcom McDowell) es un chico íntegro, inusual, que no encaja y descarga su furia en miles de cauces inoportunos. Encuentra placer en la ultraviolencia, disfruta violando a jovencitas y como curiosidad adora a Beethoven. No tiene moral. ¿De dónde proviene esta falta de sanas costumbres? Los sociólogos no estarían de acuerdo con la frase “es que el pobre es así” pues lógicamente la sociedad lo ha ido formando así, a falta de educación social se ha forjado una bestia nietzschiana.

El camino de la autodependencia. Jorge Bucay

Para entender la dependencia, vale la pena empezar a pensarnos de alguna manera liberados y de muchas maneras prisioneros. En este “casi ser y casi no ser” que evoca el poeta, pensarnos desde la pregunta: ¿Qué sentido y qué importancia le dará cada uno de nosotros al hecho de depender o no de otros?

Retomo aquí el lugar donde una vez abandoné una idea, que definí con una palabra inventada: Autodependencia.
¿No había ya suficientes palabras que incluyeran la misma raíz?

Dependencia
Co-dependencia
Inter-dependencia
In-dependencia

¿Hacía falta una más?
Creo que sí.

La palabra dependiente deriva de pendiente, que quiere decir literalmente que cuelga (de pendere), que está suspendido desde arriba, sin base, en el aire.
Pendiente significa también incompleto, inconcluso, sin resolver. Si es masculino designa un adorno, una alhaja que se lleva colgando como decoración. Si es femenino define una inclinación, una cuesta hacia abajo presumiblemente empinada y peligrosa.

Con todos estos significados y derivaciones no es raro que la palabra de-pendencia evoque en nosotros estas imágenes que usamos como definición:

Dependiente es aquel que se cuelga de otro, que vive como suspendido en el aire, sin base, como si fuera un adorno que ese otro lleva. Es alguien que está cuesta abajo, permanentemente incompleto, eternamente sin resolución.

Había una vez un hombre que padecía de un miedo absurdo, temía perderse entre los demás. Todo empezó una noche, en una fiesta de disfraces, cuando él era muy joven. Alguien había sacado una foto en la que aparecían en hilera todos los invitados. Pero al verla, él no se había podido reconocer. El hombre había elegido un disfraz de pirata, con un parche en el ojo y un pañuelo en la cabeza, pero muchos habían ido disfrazados de un modo similar. Su maquillaje consistía en un fuerte rubor en las mejillas y un poco de tizne simulando un bigote, pero disfraces que incluyeran bigotes y mofletes pintados había unos cuantos. Él se había divertido mucho en la fiesta, pero en la foto todos parecían estar muy divertidos. Finalmente recordó que al momento de la foto él estaba del brazo de una rubia, entonces intentó ubicarla por esa referencia; pero fue inútil: más de la mitad de las mujeres eran rubias y no pocas se mostraban en la foto del brazo de piratas.
El hombre quedó muy impactado por esta vivencia y, a causa de ello, durante años no asistió a ninguna reunión por temor a perderse de nuevo.
Pero un día se le ocurrió una solución: cualquiera fuera el evento, a partir de entonces, él se vestiría siempre de marrón. Camisa marrón, pantalón marrón, saco marrón, medias y zapatos marrones. “Si alguien saca una foto, siempre podré saber que el de marrón soy yo”, se dijo.
Con el paso del tiempo, nuestro héroe tuvo cientos de oportunidades para confirmar su astucia: al toparse con los espejos de las grandes tiendas, viéndose reflejado junto a otros que caminaban por allí, se repetía tranquilizador: “Yo soy el hombre de marrón”.
Durante el invierno que siguió, unos amigos le regalaron un pase para disfrutar de una tarde en una sala de baños de vapor. El hombre aceptó gustoso; nunca había estado en un sitio como ése y había escuchado de boca de sus amigos las ventajas de la ducha escocesa, del baño finlandés y del sauna aromático.
Llegó al lugar, le dieron dos toallones y lo invitaron a entrar en un pequeño box para desvestirse. El hombre se quitó el saco, el pantalón, el pullover, la camisa, los zapatos, las medias... y cuando estaba a punto de quitarse los calzoncillos, se miró al espejo y se paralizó. “Si me quito la última prenda, quedaré desnudo como los demás”, pensó. “¿Y si me pierdo? ¿Cómo podré identificarme si no cuento con esta referencia que tanto me ha servido?”
Durante más de un cuarto de hora se quedó en el box con su ropa interior puesta, dudando y pensando si debía irse... Y entonces se dio cuenta que, si bien no podía permanecer vestido, probablemente pudiera mantener alguna señal de identificación. Con mucho cuidado quitó una hebra del pulóver que traía y se la ató al dedo mayor de su pie derecho. “Debo recordar esto por si me pierdo: el que tiene la hebra marrón en el dedo soy yo”, se dijo.
Sereno ahora, con su credencial, se dedicó a disfrutar del vapor, los baños y un poco de natación, sin notar que entre idas y zambullidas la lana resbaló de su dedo y quedó flotando en el agua de la piscina. Otro hombre que nadaba cerca, al ver la hebra en el agua le comentó a su amigo: “Qué casualidad, éste es el color que siempre quiero describirle a mi esposa para que me teja una bufanda; me voy a llevar la hebra para que busque la lana del mismo color”. Y tomando la hebra que flotaba en el agua, viendo que no tenía dónde guardarla, se le ocurrió atársela en el dedo mayor del pie derecho.
Mientras tanto, el protagonista de esta historia había terminado de probar todas las opciones y llegaba a su box para vestirse. Entró confiado, pero al terminar de secarse, cuando se miró en el espejo, con horror advirtió que estaba totalmente desnudo y que no tenía la hebra en el pie. “Me perdí”, se dijo temblando, y salió a recorrer el lugar en busca de la hebra marrón que lo identificaba. Pocos minutos después, observando detenidamente en el piso, se encontró con el pie del otro hombre que llevaba el trozo de lana marrón en su dedo. Tímidamente se acercó a él y le dijo: “Disculpe señor. Yo sé quién es usted, ¿me podría decir quién soy yo?”

Y aunque no lleguemos al extremo de depender de otros para que nos digan quiénes somos, estaremos cerca si renunciamos a nuestros ojos y nos vemos solamente a través de los ojos de los demás. Depender significa literalmente entregarme voluntariamente a que otro me lleve y me traiga, a que otro arrastre mi conducta según su voluntad y no según la mía. La dependencia es para mí una instancia siempre oscura y enfermiza, una alternativa que, aunque quiera ser justificada por miles de argumentos, termina conduciendo irremediablemente a la imbecilidad.

La palabra imbécil la heredamos de los griegos (im: con, báculo: bastón), quienes la usaban para llamar a aquellos que vivían apoyándose sobre los demás, los que dependían de alguien para poder caminar.
Y no estoy hablando de individuos transitoriamente en crisis, de heridos y enfermos, de discapacitados genuinos, de débiles mentales, de niños ni de jóvenes inmaduros. Éstos viven, con toda seguridad, dependientes, y no hay nada de malo ni de terrible en esto, porque naturalmente no tienen la capacidad ni la posibilidad de dejar de serlo.
Pero aquellos adultos sanos que sigan eligiendo depender de otros se volverán, con el tiempo, imbéciles sin retorno. Muchos de ellos han sido educados para serlo, porque hay padres que liberan y padres que imbecilizan.
Hay padres que invitan a los hijos a elegir devolviéndoles la responsabilidad sobre sus vidas a medida que crecen, y también padres que prefieren estar siempre cerca “Para ayudar”, “Por si acaso”, “Porque él  (cuarenta y dos años) es tan ingenuo” y “Porque ¿para qué está la plata que hemos ganado si no es para ayudar a nuestros hijos?”.
Esos padres morirán algún día y esos hijos van a terminar intentando usarnos a nosotros como el bastón sustituyente.
No puedo justificar la dependencia porque no quiero avalar la imbecilidad.

Siguiendo el análisis propuesto por Fernando Savater, existen distintas clases de imbéciles.

Los imbéciles intelectuales, que son aquellos que creen que no les da la cabeza (o temen que se les gaste si la usan) y entonces le preguntan al otro: ¿Cómo soy? ¿Qué tengo que hacer? ¿Adónde tengo que ir? Y cuando tienen que tomar una decisión van por el mundo preguntando: “Vos ¿qué harías en mi lugar?”. Ante cada acción construyen un equipo de asesores para que piense por ellos. Como en verdad creen que no pueden pensar, depositan su capacidad de pensar en los otros, lo cual es bastante inquietante. El gran peligro es que a veces son confundidos con la gente genuinamente considerada y amable, y pueden terminar, por confluyentes, siendo muy populares. (Quizás deba dejar aquí una sola advertencia: Jamás los votes.)

Los imbéciles afectivos son aquellos que dependen todo el tiempo de que alguien les diga que los quiere, que los ama, que son lindos, que son buenos.
Son protagonistas de diálogos famosos:

—¿Me querés?
—Sí, te quiero...
—¿Te molestó?
—¿Qué cosa?
—Mi pregunta.
—No, ¿por qué me iba a molestar?
—Ah... ¿Me seguís queriendo?

(¡Para pegarle!)

Un imbécil afectivo está permanentemente a la búsqueda de otro que le repita que nunca, nunca, nunca lo va a dejar de querer. Todos sentimos el deseo normal de ser queridos por la persona que amamos, pero otra cosa es vivir para confirmarlo.

Los varones tenemos más tendencia a la imbecilidad afectiva que las mujeres. Ellas, cuando son imbéciles, tienden a serlo en hechos prácticos, no afectivos.
Tomemos mil matrimonios separados hace tres meses y observemos su evolución. El 95% de los hombres está con otra mujer, conviviendo o casi. Si hablamos con ellos dirán:
—No podía soportar llegar a mi casa y encontrar las luces apagadas y nadie esperando. No aguantaba pasar los fines de semana solo.
El  99% de las mujeres sigue viviendo sola o con sus hijos. Hablamos con ellas y dicen: 
—Una vez que resolví cómo hacer para arreglar la canilla y que acomodé el tema económico, para qué quiero tener un hombre en mi casa, ¿para que me diga “traéme las pantuflas, mi amor”? De ninguna manera.
Ellas encontrarán pareja o no la encontrarán, desearán, añorarán y querrán encontrar a alguien con quien compartir algunas cosas, pero muy difícilmente acepten a cualquiera para no sentir la desesperación de “la luz apagada”. Eso es patrimonio masculino.

Y por último...
Los imbéciles morales, sin duda los más peligrosos de todos. Son los que necesitan permanentemente aprobación del afuera para tomar sus decisiones.
El imbécil moral es alguien que necesita de otro para que le diga si lo que hace está bien o mal, alguien que todo el tiempo está pendiente de si lo que quiere hacer corresponde o no corresponde, si es o no lo que el otro o la mayoría harían. Son aquellos que se la pasan haciendo encuestas sobre si tienen o no tienen que cambiar el auto, si les conviene o no com-prarse una nueva casa, si es o no el momento ade-cuado para tener un hijo.
Defenderse de su acoso es bastante difícil; se puede probar no contestando a sus demandas sobre, por ejemplo, cómo se debe doblar el papel higiénico; sin embargo, creo que mejor es... huir.

Cuando alguno de estos modelos de dependencia se agudiza y se deposita en una sola persona del entorno, el individuo puede llegar a creer sinceramente que no podría subsistir sin el otro. Por lo tanto, empieza a condicionar cada conducta a ese vínculo patológico al que siente a la vez como su salvación y su calvario. Todo lo que hace está inspirado, dirigido, producido o dedicado a halagar, enojar, seducir, premiar o castigar a aquel de quien depende.
Este tipo de imbéciles son los individuos que modernamente la psicología llama COdependientes.
Un codependiente es un individuo que padece una enfermedad similar a cualquier adicción, diferenciada sólo por el hecho (en realidad menor) de que su “droga” es un determinado tipo de personas o una persona en particular.
Exactamente igual que cualquier otro síndrome adictivo, el codependiente es portador de una personalidad proclive a las adicciones y puede, llegado el caso, realizar actos casi (o francamente) irracionales para proveerse “la droga”. Y como sucede con la mayoría de las adicciones, si se viera bruscamente privado de ella podría caer en un cuadro, a veces gravísimo, de abstinencia.
La codependencia es el grado superlativo de la dependencia enfermiza. La adicción queda escondida detrás de la valoración amorosa y la conducta dependiente se incrusta en la personalidad como la idea: “No puedo vivir sin vos”.

Siempre alguien argumenta:
—...Pero, si yo amo a alguien, y lo amo con todo mi corazón, ¿no es cierto acaso que no puedo vivir sin él?
Y yo siempre contesto:
—No, la verdad que no.

La verdad es que siempre puedo vivir sin el otro, siempre, y hay dos personas que deberían saberlo: yo y el otro. Me parece horrible que alguien piense que yo no puedo vivir sin él y crea que si decide irse me muero... Me aterra la idea de convivir con alguien que crea que soy imprescindible en su vida.
Estos pensamientos son siempre de una manipulación y una exigencia siniestras.

El amor siempre es positivo y maravilloso, nunca es negativo, pero puede ser la excusa que yo utilizo para volverme adicto.
Por eso suelo decir que el codependiente no ama; él necesita, él reclama, él depende, pero no ama.

Sería bueno empezar a deshacernos de nuestras adicciones a las personas, abandonar estos espacios de dependencia y ayudar al otro a que supere los propios.
Me encantaría que la gente que yo quiero me quiera; pero si esa gente no me quiere, me encantaría que me lo diga y se vaya (o que no me lo diga pero que se vaya). Porque no quiero estar al lado de quien no quiere estar conmigo...
Es muy doloroso. Pero siempre será mejor que si te quedaras engañándome...

Es  sólo  un  fragmento...el libro completo  en www.formarse.com.ar 

jueves, 14 de abril de 2011

Herramientas literarias

Se trata de un material muy interesante; clasificación de géneros literarios, recursos literarios con ejemplos: 
 La medida del verso español se establece contando sus sílabas fonéticas. La correspondencia entre estas sílabas fonéticas y las que serán las sílabas métricas no es total, puesto que deben aplicarse las siguientes licencias métricas:
a. La sinalefa: la unión silábica que resulta del contacto entre la última sílaba de una palabra (si ésta termina en vocal) y la primera sílaba de la palabra siguiente (si comienza por vocal):
Abril, sin tu asistencia clara, fuera
a/bril/sin/tua/sis/ten/cia/cla/ra/fue/ra
b. La dialefa: Consiste en no hacer sinalefa. Es una licencia que aparece excepcionalmente:
Cuerpo de la mujer, río de oro
Cuer/po/de/la/mu/jer/rí/o/de/o/ro
c. La diéresis: la pronunciación en sílabas separadas de dos vocales que deberían formar diptongo según criterios gramaticales:
cantando vas, riendo por el agua
can/tan/do/vas/ri/en/do/por/el/a/gua
Las variedades temáticas del texto.-
d. La sinéresis: la pronunciación en una sola sílaba, dentro de una misma palabra, de dos vocales que deberían formar hiato según criterios gramaticales:
Ya los héroes no visten armadura
Ya/los/hé/roes/no/vis/ten/ar/ma/du/ra
Los signos de puntuación no afectan en absoluto a la medida del verso, dado que estos sirven para marcar pausas, entonaciones, etc., y de esto ya se encargan las estructuras métricas. Por
tanto, por las mismas razones que en el caso de la canción acompañada de música, las comas, puntos, interrogaciones... ni obligan ni impiden sinalefas, diéresis, etc. De la misma forma, la hantevocal, que en español es muda, tampoco influye en el cómputo de sílabas.
e. La acentuación del verso: El verso español tiende a terminar en palabra llana. Por esa razón, convencionalmente, se establece que, en métrica española,
§ Todo verso que termina en palabra aguda cuenta con una sílaba más, que ya no es más que arruga y sequedad que/ya/noes/más/quea/rru/gay/se/que/dad/Ø
§ Todo verso que termina en palabra esdrújula cuenta con una sílaba menos, este dolor de no tener ya lágrimas
es/te/do/lor/de/no/te/ner/ya/lá[gri]/mas

http://www.auladeletras.net/material/herra.pdf

M. L. Estefanía


 

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
ABRIL DE 2011
Dossier Ficción y Violencia

M. L. Estefanía

por Julián Herbert

 Al oeste de Laredo

Tenía 40 años y fumaba entre 20 y 30 piedras semanales cuando me convertí en Marcial Lafuente Estefanía. A 120 el ziploc más las monedas que dejas para el refresco en cada compra, do the math. Ni el reportero de nota roja más corrupto de la capital del estado podría mantener semejante tren de vida. Lo sé porque ese reportero era yo.

Empezaba a fumar concluido mi turno. Lo hacía acompañado de un mp novato o de los patrulleros en día franco que a veces reciben muestras gratuitas del material puesto en plaza. Cualquiera de ellos tenía redaños para frenar antes de que saliera el sol. Yo no; me colgaba 24 horas seguidas. Un buen jalón te dura entre 5 y 10 minutos. Si quieres mantener la calma debes pegarte a la lata de aluminio como si fuera un biberón y limpiar las perforaciones con una aguja cada tanto y conservar siempre un Marlboro encendido: la sabiduría del basuquero radica lo mismo en el ritmo de la inhalación que en la exacta administración de la ceniza.

Rara vez lograba cumplir mi horario laboral. Cuando me despidieron del periódico telefoneé en busca de ayuda a mi compadre Esquivel, alcalde de un pequeño municipio fronterizo. Me preguntó:

–¿Qué sabes hacer?

Le ofrecí, pensando en el centenario, una charla sobre el periodismo durante la revolución mexicana. Se carcajeó.

–¿Tú crees que a mis ranchys wanabís de texano les importa una mierda la revolución?... A estos háblales mejor del Libro Vaquero. Y ¿por qué de tu antigua chamba no?

Eso último me estaba vedado.

–Capaz que La Gente me arrima unos tablazos –dije.

Le pedí un par de días para buscar otro tema. Al cabo sugerí, de nuevo en el teléfono:

–Puedo hacer algo que resulte popular: hablaré de Marcial Lafuente Estefanía. Allá en la frontera todos lo conocen, y muchos argumentos de sus libros están basados en el teatro de los Siglos de Oro.

Esquivel, que tenía experiencia en el showbiz, reformuló:

–Pero echemos una mentirita: a partir de hoy, tú eres Marcial. Te presentas portando en cartuchera un Remington que voy a regalarte y vienes vestido de vaquero, yo me encargo: por ahí tengo un Boss of the Plains, a ver si te queda. Te pagaré cinco mil pesos más viáticos. Te patrocino de mi erario la primera charla y luego, si funciona, le vendemos una gira a la sep a través de alguien a quien conozco.

Me dio pánico piratear al autor de más de 3 mil novelas vaqueras; ¿y si nos demandaban?... Pero me urgía tanto el paco que acepté –no sin antes rogar a Esquivel que depositara esa misma tarde un anticipo a mi cuenta bancaria.

La primera función, realizada a un kilómetro escaso del río Bravo en un solar de tierra suelta equipado con templete de cemento, resultó muy concurrida. No existe un alma pura al este del Bolsón de Mapimí y al oeste de Laredo que no haya leído al menos un librito del autor de El terror de Cheyenne. El éxito se debió en parte a la publicidad ideada por mi amigo: carteles en fondo negro con tipografía a colores aqua y fucsia como los que usan para promover a los gruperos.

Yo también me lucí. Recité de memoria los mejores pasajes de La caricia de los colts, caminé de un lado a otro del escenario blandiendo el micrófono como un revólver, conté chistes hurtados al repertorio del legendario Cronista de Saltillo y adaptados a los diálogos de Clint Russell en Primero el deber... Me aplaudieron horrores. Concluido el evento firmé pilas de libros editados por Brainsco –la mayoría deshojados y rotos y más de uno con manchas asquerosas. Al final sudaba frío: la malilla me estaba aniquilando. Esquivel (a quien previamente y por honor entre ladrones informé de mi vicio) me envió con un chofer de presidencia a conectar en un restaurancito de la carretera Ribereña, casi llegando a Ciudad Acuña. Mientras pagaba el producto y preparaba la lata y encendía la ceniza y aspiraba y aguantaba el humo en los pulmones contemplando a lo lejos en el aire las maniobras de un helicóptero de la marina, editorialicé mentalmente sobre lo mucho que ha cambiado mi país: desde que empezó la guerra, es más sencillo y lucrativo montar un expendio de cocaína que abrir un Oxxo.

Ojalá nunca hubiera pensado eso...

El texto completo en:  

http://www.letraslibres.com/index.php?art=15360

martes, 12 de abril de 2011

El sueño del plagio

ABRIL DE 2011
Dossier Ficción y Violencia

El sueño del plagio

por Álvaro Enrigue

Toma el infierno que te bastare y calla.

Francisco de Quevedo

Tema

Yo pertenezco al grupo de lo que los secuestrados recientes llaman “Padres fundadores”, así que me tocó ver la casa de seguridad original en su hermosa clandestinidad primitiva. Era así: una casa de seguridad clásica instalada en un barrio residencial periférico y oscuro; una construcción unifamiliar, con sus espacios para sala y comedor, su cochera y su patio para tender la ropa.

En el segundo piso había tres habitaciones de distintos tamaños para los secuestrados, en las que cada uno de nosotros contaba con una silla, un camastro y una bacinica que nos cambiaban con frecuencia, la verdad, encomiable. Que uno sea secuestrado –me decía mi guardia– no lo obliga a convivir con sus deyecciones como si estuviera preso en las cárceles del gobierno. Lo decía con cierto orgullo y mostrando un desprecio luchón por la palabra “gobierno”, como si haberme privado de la libertad y haberse apoderado de los ahorros de toda mi familia y amigos fuera en realidad un valiente gesto subversivo.

La verdad es que los primeros años de mi secuestro fueron muy deprimentes, incluso para mis estándares: pasaba los días sin que nadie me dijera nada, escuchando las entradas y salidas de los secuestrados con mejor posición socioeconómica en las otras habitaciones. No sabía, por supuesto, de la delirante suma que habían pedido, así que pasaba las horas lamentando que los míos prefirieran nuestros magros ahorros a mi compañía, que si nunca fue ni soberbia ni hilarante, era cuando menos tenaz en su trabajadora entrega al sueño –por otra parte siempre inalcanzable– de la abundancia.

Como estaba prisionero en una habitación interior, no reconocía el curso de los días. Cada tanto me subían a la azotea a hacer calistenia. Siempre era de noche aunque yo me imaginara que el plato de peltre con sopa de chícharos que acababa de vaciar correspondía a mi desayuno y siempre estaba yo solo con mi guardia, que había sido mi interlocutor único durante todo el encierro y parecía envejecer más rápido que yo.

Primera variación: Proceso

Una noche fría y húmeda el hombre que me vigilaba me acompañó hasta la azotea, a hacer calistenia. Ya en la puerta del cuarto de servicio me ofreció un cigarro y se volvió al interior para no perder calor. Me sorprendió mucho que afuera hubiera otro hombre, que ya pisaba su colilla. Lo saludé con un gesto distante y se me acercó con una sonrisa que no correspondía a nuestras circunstancias. Abrió los brazos y, al notar que yo, de natural desconfiado, más bien me tiraba para atrás, me tendió una mano franca y dijo: Qué honor, don Gracián. Todavía desconcertado le tendí la mía y le dije: Para servirle. Me estrechó con un énfasis que lo hacía parecer un hombre estornudando y hasta trató de darme uno de esos abrazos que se dan los que están acostumbrados a tener público. Yo me eché para atrás otra vez y él, tal vez entendiendo mi fragilidad, dijo respetuosa y casi reverentemente: Es un gustazo de verdad.

¿Cómo sabe mi nombre?, le pregunté cuando terminó de agitarse de gusto. Hombre, agregó, se ve que no sales mucho. Confirmé alzando un poco los hombros, incómodo con un chiste tan malo. Lo atacó una risa más bien nerviosa y dijo, a manera de disculpa: Es que ya nadie sabe dónde anda nadie con tanto entrar y salir, pero tus quince años de secuestro han convertido a tu mujer en una leyenda. ¿Quince años?, le pregunté, más bien perplejo. Poco más, poco menos, y sin ni una salida. Agregó con entusiasmo creo que genuino: ¡Eso es fidelidad a la clase media!

Sentí un mareo intenso y me senté sobre una pilita de ladrillos de concreto que me humedeció las nalgas; un nudo de pena y flemas ascendiendo lentamente desde el estómago. Respiré hondo y me tomé mi tiempo para terminarme el cigarro. Lo aplasté cuidadosamente contra el suelo. Me guardé la colilla en la bolsa para no ensuciar el piso y evitar la reprimenda de mi guardia, siempre ansioso por recordarme que ya no éramos iguales. Hasta entonces lo miré de nuevo, y dije, ya desde ese interior brumoso desde donde hablan los que se quebraron: ¿Cómo que ni una salida? ¡Impresionante!, respondió. ¿Tú sales? Cada que pagan mi rescate. ¿Y? Me vuelven a secuestrar, ya voy por mi cuarta estancia, pero es la primera vez que me traen a la casita original; afuera piensan que es una leyenda. Hizo una pausa y agregó: Como tú, nadie te ha visto en todo este tiempo. Me solté a llorar...

 El texto completo en:

http://www.letraslibres.com/index.php?art=15359

 

lunes, 11 de abril de 2011

La maestría del amor

La maestría del amor. Dr. Miguel Ruiz. El link para leer y/o descargar este libro en PDF, es esta. Disfruten de este buen libro!!

http://utopia-virtual.com/doc/amor.pdf

Descargar libros

He aquí el enlace que les prometí, para bajar libros; encontrarán un poco de todo, pero hay buenos textos; Pablo Cohelo, García Márquez,  Kalhil Gibrán, Herman Hesse, Richard Bach, Dostoievsky, Isabel Allende, Pablo Neruda, Eduardo Galeano, Jorge Bucay, Brian Weiss, hasta Harry Potter, Eclipse y más... Que lo disfruten!