Por Juan Carlos Yáñez Velazco
Las cifras sobre los rechazados de las instituciones educativas acarrean un alud de cuestionamientos sobre los presuntos responsables, y las medidas que debieron tomarse para evitar la exclusión. Regresa entonces, cíclicamente, un debate que siendo urgente, así colocado en la agenda, poco aporta en la construcción de políticas públicas y estrategias efectivas.
Este año es inevitable recordar la iniciativa que se presentó para establecer la obligatoriedad del llamado bachillerato y que parece acercarse a un esperable e indeseable final. Las observaciones sobre insuficiencias técnicas son un argumento menor, frente a las condiciones financieras y de infraestructura que requeriría su aprobación, de una cuantía que sólo podría solventarse con una determinación histórica que no hemos conocido en décadas recientes.
Desaprobar la medida es una decisión inminente. Como dicen que reconoce el Senado, no se discute la pertinencia de una reforma de ese tamaño, pero las condiciones, a juzgar por las tendencias, no son las más amigables para emprender una cruzada a favor de hacer vigente el derecho a la educación media superior y superior. La iniciativa era, sigue siendo positiva, sin duda. Un paso adelante en el camino hacia la incorporación constitucional de un derecho humano universal es el comienzo de la reparación de un rezago, pero de la iniciativa a su factibilidad hay una distancia con tintes de insalvable.
La idea de hacer obligatorio el bachillerato no es nueva. En el año 2000 el estado de Jalisco la contempló como tal en su constitución; allí se dicta que la educación media superior es obligatoria y gratuita. Después, una iniciativa con ese propósito fue presentada, discutida y desechada en el Congreso de la Unión.
La nueva iniciativa tiene sus bondades pero no basta. La educación básica es un derecho constitucional en México, pero no se cumple para más de 30 millones (32.5 o 33 millones) de mexicanos mayores de 15 años que no la han culminado, según cifras oficiales. 33 millones de mexicanos es más que la población de muchos países de América Latina. 33 millones son apenas uno menos que la matrícula global del sistema educativo nacional el ciclo anterior.
De esa cantidad en rezago, 17 millones no tienen un certificado de secundaria. La cifra es enorme y atenderla un reto monumental. Ya lo declaró recientemente el director del INEA: aprobar la obligatoriedad del bachillerato de facto aumentaría el rezago, porque ahora tendrían que incluirse los excluidos de la educación media superior.
La viabilidad de la propuesta requiere análisis fríos, más allá de las buenas intenciones. Las tendencias son abrumadoras y no ofrecen alojo al optimismo. Para alcanzarla se necesitan más de un sexenio, proyectos sólidos y un conjunto de condiciones, entre las cuales destaco tres: una inversión descomunal en el tipo educativo que ha sido históricamente olvidado frente a los otros dos (el básico y el superior), profesores bien formados, bien pagados y bien reconocidos, y corregir procesos que no funcionan adecuadamente. Me atrevo a afirmar que de los tres, siendo complicadísimos, el más sencillo es el financiero, porque los otros dos no se resuelven por decreto. Crucial es la cuestión de los profesores, que no admite soluciones parciales ni de corto plazo. En México cualquiera puede ser profesor de bachillerato; las inercias y vicios son terribles.
En otro renglón, varios indicadores del sistema escolar revela problemas gravísimos. En el cuarto informe del presidente Calderón las cifras ejemplifican: la cobertura en el ciclo 2010-2011 se estima en 66 por ciento, mientras que la eficiencia terminal es de 63 por ciento, lo cual significa que de cada 100 adolescentes cuarenta concluyen el bachillerato. De la misma fuente se pueden desprender datos aún más dramáticos: entre los ciclos escolares 1990-1991 y 2009-2010 la cobertura se elevó del 36 al 64 por ciento, es decir, casi 30 puntos porcentuales en dos décadas, pero en los mismos años, la eficiencia terminal apenas pasó de 60.1 a 62.9 por ciento. Significa que mejorar la cobertura sin hacer lo propio con las posibilidades de tránsito y culminación es insuficiente y parcial.
El esfuerzo educativo que ha hecho el país entre los años de la Revolución y la primera década del siglo XXI produjo resultados extraordinarios. Sin embargo, también es inocultable que la educación sigue siendo una promesa incumplida para millones de mexicanos. Pero el problema no es sólo la escuela. La problemática del sistema escolar no puede revisarse al margen de la social. Y no es posible, dice el profesor italiano Raffaele Simone, construir una isla feliz en un archipiélago de tristeza.
En México no hay un sistema que pueda mostrar una fortaleza sin par: ni el sistema de seguridad, sanitario o económico gozan de cabal salud. La escuela no es ajena. Por eso el tema debe colocarse en su justa dimensión: no es asunto de planeación estratégica, una cuestión técnica o de indicadores; es un tema de derechos humanos, un desafío ético: ¿los mexicanos deben ser educados, merecen ser educados, pueden ser educados? ¿Queremos educarlos?