lunes, 31 de octubre de 2011

CALAVERAS LITERARIAS

Todos los años, cuando se acerca el 2 de noviembre, o sea el Día de los Fieles Difuntos, aparecen por todos lados (¡hasta en las secciones de espectáculos de los diarios!) los versificadores espontáneos, presuntos autores de calaveras, este subgénero satírico que tuvo sus inicios en los últimos años del siglo xix, pero que posteriormente, salvo excepciones, acabó falseándose, adulterándose hasta pasar de la sátira social al elogio descarado acerca de políticos y figuras públicas y comediantes y actricillas de la farándula televisiva, de modo tal que en vez de censurar los vicios de los aludidos, y por los cuales se deberían ir en vida a la tumba, se desnaturalizó dicho sentido crítico y, contrarias a su intención original, las calaveras terminaron por alabar, celebrar, festejar las dudosas virtudes de los calavereados. (Y año con año, hasta los políticos más desprestigiados aspiran a ser saludados lisonjera y aduladoramente por algún barbero de quinta)...
Quizá todo esto se deba a que no existe del todo una definición y una caracterización precisas de lo que en un principio fue en México una calavera. En su Diccionario del español usual en México, los redactores dirigidos por Luis Fernando Lara, tan sólo señalan, en su quinta acepción, que una calavera está hecha de "versos festivos que se escriben en noviembre con motivo del día de muertos, y que pretenden ser el epitafio de una persona viva". En ningún lado se agrega que este carácter festivo debe ir acompañado de un sentido satírico y aún sarcástico, como es común en las mejores calaveras que hasta nuestros días han llegado. Respecto de métrica y de rima, nada dice tampoco el Diccionario del español usual en México, pero es claro que los versos no pueden ser de la medida o el capricho que a cada quien Dios le dé a entender y que aun así se sigan llamando calaveras.
El mejor ejemplo de una calavera que pone el Dr. Atl en su libro Las artes populares en México (1922) es aquel de intención aguda, eminentemente popular, que tiene su fuerza y su eficacia en "el arte de decir". Agrega que son "versos anónimos que vuelan de boca en boca, saturados de trágica ironía, como aquellos que nacieron después del drama en que Carranza perdió la vida en las serranías del estado de Puebla, versos macabros dignos de ser escritos al pie de la estatua de Huitzilopochtli y que comienzan así: "Si vas a Tlaxcalantongo,/ tienes que ponerte chango,/ porque allí a barbas tenango/ le sacaron el mondongo."
Similar sería la sátira calavereada para un gachupín de quien se celebra anticipadamente su viaje al otro mundo: "Aquí yace y hace bien/ Venancio el de Santander./ Como vino a hacerse rico,/ nada más vino a joder."
Las hojas volantes de Manuel Manilla (1830-1895) y de José Guadalupe Posada (1852-1913), publicadas en los últimos años del siglo xix y los primeros del xx, dan perfectamente las características de las calaveras: versos festivos, sí, pero imprescindiblemente satíricos, para nada lisonjeros, perfectamente medidos (ocho sílabas cada uno, es decir octosilábicos), en estrofas de cuatro versos y con rimas consonantes en al menos dos versos alternados cuando no en los cuatro.
La "Calavera tapatía" (1890) de Manuel Manilla es más que elocuente en este sentido: "El país tengo recorrido/ con mi cuchillo filoso,/ y nadie, pues, me ha tosido/ tan bien como yo le toso.// Porque aquel que la intención/ tuvo en toserme de veras,/ rodando está en el panteón/ con muertos y calaveras.// Aquí he matado poblanos,/ jarochos y toluqueños,/ tepiqueños y surianos,/ de Mérida y oaxaqueños.// No resiste ni un pellejo/ mi cuchillo nuevecito:/ He muerto de puro viejo/ pues fui en mi vida maldito."
Por su parte, José Guadalupe Posada, en su hoja volante "Revumbio de calaveras", perfecciona la sátira y fija los elementos técnicos y estéticos de la calavera: "Quien quiera gozar de veras/ y divertirse un ratón,/ venga con las calaveras/ a gozar en el panteón.// Literatos distinguidos/ en la hediondez encontré/ en gusanos confundidos,/ sin ellos saber porqué.// Y en gran tropel apiñados/ Los vendedores corrían/ contentos y entusiasmados/ por el negocio que hacían.// Cereros de sacristía/ que roban la cera al rato,/ que con mucha sangre fría/ se echan el sufragio al plato."
Siendo las calaveras un subgénero poético mexicano, emanado del sentimiento popular, surge para censurar, criticar, atacar y ejercer la burla contra los poderes establecidos de todo tipo (político, social, económico, cultural, etcétera), a manera de festiva revancha contra los que en vida siempre ganan. Las calaveras pertenecen indudablemente a lo que Gabriel Zaid ha denominado la poesía popular burlesca de México y de la cual incluye varios ejemplos en su imprescindible Ómnibus de poesía mexicana.
En las "Calaveras de las elecciones presidenciales (1919)", publicadas por Vanegas Arroyo, leemos: "Yo os propongo al nunca bien/ ponderado y grande mico,/ ilustre Chónforo Vico,/ escapado de Belén.// Prófugo de las Marías,/ gran maestro en la ganzúa,/ instruido en San Juan de Ulúa/ y en la Penitenciaría.// Sabe abrir las cajas fuertes/ y extraer una cartera./ Ha sido gran calavera/ y debe catorce muertes.// Elegid pues pueblo amado/ sin dudar y a tapahocico/ al muy ilustre y nombrado/ y noble Chónforo Vico.// Después de discursos tales/ llenos de frases sinceras/ se fueron las calaveras/ a las urnas sepulcrales.// Salió electo presidente/ por su real y hermoso pico/ el notable, el prominente,/ ilustre Chónforo Vico."
Si en México hay un subgénero de poesía tradicional satírica, es el de las calaveras; así como cartón político es por definición crítico, las auténticas calaveras concentran en sus versos octosílabos y rimados una devastadora crítica social e individual que año con año una buena cantidad de zalameros tergiversa y adultera.
Juan Domingo Argüelles

MICTECACIHUATL Y MICTLANTECUHTLI, GUARDIANES DEL INFRAMUNDO

Cada vez es menos complicado describir el día de los muertos, la festividad en la que se celebra la vida de los difuntos y se les espera con nutritivas ofrendas, recordatorios y altares que homenajean su paso por esta tierra.

En estas fechas del año, se hace más evidente la distinción de las celebraciones a los que han partido hacia otro plano. Mientras en muchas culturas se festeja el mercantilizado “All Hollows Eve” o Halloween, el cual alude más a empachos por consumo de golosinas y disfraces estrafalarios, otras tradiciones continúan arraigadas a un profundo legado cultural y una historia que como espectros regresan todos los años a recordarnos quiénes somos.

Si bien el día de las brujas es una festividad divertida y que genera expectativa en chicos y grandes, su propósito se ha reducido en gran medida a la diversión y la demostración de las cualidades decorativas que muy poco aluden a la festividad original.



Antes del edén, del limbo y del infierno; de la trinidad, las cruces y el dogma cristiano, de calacas azucaradas y versos satíricos que burlan a políticos y personalidades importantes, una unión de deidades aztecas centró su reino en el inframundo, donde se albergaron todas las ánimas del mundo y las bases para la tradición que ahora conocemos.

Mictecacihuatl y Mictlantecuhtli recibían a todos los difuntos de muerte natural o que presentaban cierta particularidad en su partida. Sin embargo, en estudios basados en los escritos del fraile franciscano Bernardino de Sahagún (“Historia general de las cosas de Nueva España”) se menciona que del mismo modo, gente de la nobleza azteca también residía en este plano.

Según los escritos de Sahagún, quien logró dominar el náhuatl, y gracias a informantes indígenas documentó la cultura, los muertos -de acuerdo la forma de perecimiento-, se dirigían a dos lugares: Tlalocan (el cielo del sol) y Mictlán.

Sin embargo existía otro destino del cual se desconocen muchos aspectos que es denominado Xochatlapan.

Para ser admitido en Mictlán -el que muchos consideraron de manera errónea como el infierno, ya que era parte inferior de los tres planos de la cosmovisión azteca-, el difunto debía pasar nueve pruebas correspondientes a los nueve niveles de Mictlán hasta llegar al umbral de la “Dama de la muerte” o Mictecacihuatl, y el Señor de los difuntos, Mictlantecuhtli.

Mictlán era el nombre del lugar del descanso eterno, el destino al que cualquier mortal (no ultimado en guerras, sacrificios o muerte heroica), podía aspirar.

Con la llegada de la conquista española, milenarios rituales fueron eliminados o modificados de los calendarios festivos por ser considerados paganos, y la festividad en la que se honraba a los muertos -originalmente realizada a principio del noveno mes según el calendario azteca, vale decir en agosto según el calendario actual-, no fue la excepción.

No obstante, esta festividad que en primera instancia era celebrada durante un mes con diferentes ceremonias, fue adoptada por la iglesia unificándola (como hizo con muchas romanas), formulando un secretismo cultural con la ya establecida celebración eclesial de Todos los Santos.

Más a fondo, la naturaleza de esta celebración azteca y la visión sobre el alma y la vida después de la muerte, estaba constatada en que el cuerpo humano estaba formado por una parte física y otra espiritual; esta última dividida en tres partes: Teyolía, el Tonalli e Ihiyotl.

Estas tres entidades anímicas se concentraban primordialmente en la cabeza, el corazón y el hígado.

Estas “tres almas” (o tres aspectos del alma), estaban encargadas de mantener el equilibrio físico y mental de cada persona. Así al morir, Teyolía que se encuentra en el corazón engloba la esencia humana y las facultades mentales.

Del mismo modo, Tonalli (relacionado con la individualidad y el destino personal), reposaba sobre la tierra y era guardado por los familiares en pequeños cofres junto con sus cenizas luego de ser cremados junto con ofrendas y artefactos que ayudarían a los difuntos en el más allá.

Finalmente se encontraba Ihíyotl, motor de las pasiones y cuya esencia se dispersaba por la faz de la tierra para convertirse en espectros o enfermedades.

En religiones occidentales el destino del alma es definitivo, y claramente definido: Si te portas bien te vas al cielo, y si te portas mal te vas al infierno.

En la cultura azteca, contrario a esto, el destino final estaba determinado por la manera o causa de la muerte. Como se halla en los documentos de Sahagún, también este destino estaba determinado ademas, por la ocupación del difunto.

Tlalocan, el otro destino, era un lugar de abundancia, donde la mazorca, el agua y la vegetación excedían; era un lugar sin penas habitado por guerreros y personas sacrificadas en batallas o rituales, donde después de cuatro años se convertían en aves de hermoso plumaje y se alimentaban de la nutritiva cempazuchil, la tradicional flor de los muertos.

Los familiares de los que se dirigían a Mictlán –y aquí es donde reside una de las bases de la tradición- mediante rituales auxiliaban a sus seres queridos para vencer estas nueve pruebas al colocar una diversidad de elementos en pequeños altares en forma de pirámides. Vencer el “viento de navajas”, atravesar un camino con culebras, o con una lagartija verde eran algunas de las pruebas antes de llegar a la última, que era cruzar el río Chiconahuapan.

Para esta prueba los familiares del difunto lo enterraban junto con un perro para que éste les asista al cruzar el río hacia el destino final, junto a los amorosos amos de la muerte.

Al llegar junto a ellos, el muerto debería presentarse y entregar las ofrendas con las que fue enterrado.

En cuanto a las honras para los muertos que se dirigían al inframundo sí existía una distinción en lo social.

Los nobles eran acomodados de forma específica, envueltos en un lienzo recién tejido, en la boca una pieza de jade era colocada para simbolizar el corazón. Se cree que como en Egipto antiguo, los esclavos de estos nobles eran sacrificados para asistir a sus amos en la otra vida. Los actos fúnebres para los de menor casta social eran similares, diferenciándose en la piedra colocada en la boca.

“No tenemos vida permanente en este mundo y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida”, decían los aztecas, y esta afirmación no ha caducado.

El día de los muertos es la celebración en la que los mortales tenemos la oportunidad de recordar a los que se “calentaron” con el sol en este mundo, y asistirles para que lleguen al paraíso perfecto, a Mictlán, y todos lo años vuelvan a estar entre nosotros.
 

¿A dónde iremos?

¿A dónde iremos,

donde la muerte no existe?

Más, ¿por esto viviré llorando?

Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá por siempre.

Aun los príncipes a morir vinieron.

Los bultos funerarios se queman.

Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá para siempre.

-Nezahualcóyotl.

MICTLÁN

Los mexicas elaboraron un calendario donde plasmaron cada uno de los acontecimientos naturales durante el año que tenía 18 meses de 20 días donde ellos observaron que la tierra entra en reposo en el décimo segundo mes llamado teotleco o pachtontli que es cuando empezaraban a soplar los vientos frios.

Ellos sabían que existían 13 ciclos en los planos celestiales y que mas allá se encontraba la región de los dioses, que es el lugar de la dualidad llamada omeyocan.

También se conocían los nueve planos del inframundo, Mictlan, donde el espíritu tenía que sufrir todas las pruebas para alcanzar el descanso eterno. Los muertos eran guiados por un perro llamado Xólotl (Perro gigante).

Los nueve planos del Mictlan eran:

1.- Apanohuaia o Itzcuintlan: Aquí había un río caudaloso, la única manera de cruzarlo era con ayuda de Xólotl. Si en vida no se había tratado bien a algún perro, el muerto se quedaba en esta dimensión por la eternidad.

2.- Tepectli Monamictlan: Lugar donde los cerros chocan entre si.

3.- Iztepetl: Cerro de navajas; este lugar se encontraba erizado de pedernales.

4.- Izteecayan: Lugar en el que sopla el viento de navajas; este era un sitio con una sierra compuesta de ocho colinas y nevaba copiosamente.

5.- Paniecatacoyan: Lugar donde los cuerpos flotan como banderas; este lugar estaba al pie de la última colina del Izteecayan y ahí empezaba una zona desértica muy fría, compuesta de ocho páramos que había que recorrer.

6.- Timiminaloayan: El lugar donde flechan; aquí se decía era un sendero en cuyos lados manos invisibles enviaban puntiagudas saetas hasta acribillar a los pasantes.

7.- Teocoyocualloa: Lugar donde las fieras se alimentan de los corazones. En este pasaje, una fiera salvaje abría el pecho del difunto para comerle el corazón, ya que sin este órgano, la persona caía en un charco donde era ferozmente perseguida por un caimán.

8.- Izmictlan Apochcalolca: El camino de niebla que enceguece; en este lugar; se tenían que vadear nueve ríos antes de llegar al sitio donde le esperaba su descanso mortal.

9.- ChicUNAMictlan: Aquí las almas encontraban el descanso.

Después de pasar todos estos obstáculos, se llega a la liberación de su tetonalli (alma). El viaje póstumo dura cuatro años.

El rey de Mictlan:Mictlantecuhtli


la reina de Mictlan: Mictecacíhuatl

lunes, 26 de septiembre de 2011

Mitologías contemporáneas: el lector y el iletrado

 

Publicado el 24 septiembre 2011 por Santiagobull

Mitologías contemporáneas: el lector y el iletradoLo he escuchado incontables veces, porque es una opinión tópica y típica, en boca de muchos y seguido de cerca por los infaltables asentimientos de cabeza: que leer hace mejores a las personas. Sea en términos de sensibilidad, felicidad o riqueza espiritual (término que, francamente, nunca he terminado de entender del todo... ¿de verdad tiene sentido, eso de la "riqueza espiritual"? ¿Existe ese pajarraco?). Y a más de uno, también, le ha tocado escucharme dar la contra. Porque no, no creo que la gente que lee sea "mejor" que la que no lo hace. A ver, no vayamos a confundirnos: la lectura es un hábito maravilloso, que me ha dado muchas de las mejores cosas que tengo en mi vida, de paso que algo que hacer con ella. Ni quiero ni puedo imaginar lo que sería de mí si nunca hubiese leído a Borges, a Tolkien, a Heidegger o a Quevedo, ni cómo es pasearse por Barranco sin algunas líneas de Martín Adán en la memoria. Pero de eso a decir que la gente que lee es "mejor" en algún sentido hay un salto tremendo. Y yo siempre me he preguntado, ¿de dónde nace ese fetiche? ¿Es, acaso, resultado de tantos años de romanticismo? ¿Rezagos de los tiempos en que ser un rebelde intelectual de la extrema izquierda era lo más adecualdo y cool para las juventudes? ¿Gajes de vivir en eso que Ángel Rama ha llamado "la Ciudad Letrada"? No tengo la menor idea de cuál podría ser la respuesta, ni cómo trazar las líneas de la genealogía de este fetiche. En general, siempre me ha interesado más lo que se hace efectivo, lo tangible, que los "deberías" con los que sueñan algunos filósofos y muchos autores de libros de autoayuda. Y lo que tenemos, detrás de tantos prejuicios y páginas, es gente. Gente que vive sus vidas, que camina por las calles, que entra en oficinas, bares, burdeles, mansiones, barriadas, departamentos, minas, mototaxis, yates, tumbas. O, en otras palabras, gente que saca adelante unas biografías fascinantemente distintas, remotas, marcadas cada cual a su manera por la desgracia, la frustración, la felicidad y el deseo, y que se ha quedado, merced de los golpes buenos y malos, con un montón de recuerdos que en buena medida  definen y hacen ser quien es a cada individuo, desde el más talentoso escritor al cajero del banco, del oficinista que sólo tiene lugar para los números al miserable que recoge basura de las esquinas para vivir. No es necesario leerse las obras completas de Tolstoy o Cervantes para poder aspirar a la sensibilidad: para eso, a falta de páginas, está la vida. Lo que tenemos, sin embargo, es otra cosa, ese prejuicio irracional que empuja a la gente "educada" (creme de la creme de la racionalidad, supone alguno) a discriminar (con o sin bondad) al iletrado, al analfabeto, al que se caga con todas las de la ley en los Clásicos de la Literatura Universal, al que prefiere no leer el libro porque espera a que hagan la película. Un prejuicio, ya lo digo, que no tiene ni pies ni cabeza. A ver, hagamos una prueba... tratemos de imaginar esa utopía del buen lector. Tómense cinco minutos, vamos. ¿Ya? Pues bien, ni idea de lo que habrán visualizado, pero a mí la pura verdad es que la sola imagen de un mundo lleno de gente "culta" me da escalofríos, y por diversos motivos que van desde lo personal hasta lo filosófico. O peor aún, ¿se imaginan un mundo lleno de intelectuales? Maldito sea dios... yo no lo soportaría. Lo malo de la lectura es que, para muchos, es una buena excusa para hacerse pasar por listo, por bacán, por culto o, horror de horrores, por interesante. Hace imaginar que existe una regla para medir a las personas, mientras se apegan a la idea de que la cultura (que para muchos se escribe con mayúscula) es su club privado, donde pueden discutir acerca de todo, aún de cómo "todo es parte de la cultura". Desgraciadamente para ellos, eso que algunos lectores dicen saber -aunque no todos lo sepan- es cierto: que todo es parte de la cultura, le pese a quien le pese, desde Ricardo Palma y Ovidio hasta el más aburrido de los notarios, desde el rockero más original al "popstar" con menos luces del panorama. En cierto modo, la cultura no es de nadie: nosotros le pertenecemos a ella, somos sus presos. De sobra está decir que he conocido a personas cuyas esmeradas lecturas de los clásicos no les han impedido ser menos sensibles que una piedra, así como a maravillosos iletrados, gente de verdad ilustre que no tiene ni la menor idea de quién es Madame Bovary. Gente que me es muy cercana, a la que quiero mucho y respeto más de lo que respetaría a cualquier Premio Nóbel no han abierto un libro en su vida. Gente cuya conversación, además, resulta siempre estar llena de cosas interesantes y divertidas, así como de algo que yo valoro muchísimo: sencillez. Yo no trato de provocar ni de escandalizar a nadie. Si generalizo, es porque nuestro lenguaje nos obliga a hacerlo, no porque crea que le gente que lee sea un grupo de delincuentes. Vamos, yo no podría vivir sin leer, y de pocas cosas me enorgullezco tanto como de mi biblioteca personal (reunida a lo largo de muchos años, y a precio de sudor, sangre y ahorros). Hay lectores maravillosos, muchísimos. De lo que se trata, para mí, es de romper un poco ese ideal, tan gastado, del buen vivir y el buen leer. Es más, arriesgaré una última opinión, muy personal, antes de dar por terminadas estas palabras. Tal vez la gente que no lee sea, en el fondo, mucho más feliz que la gente que lee. Cada vida trae consigo su consigna de desgracias, temblores y crisis, pero en la de los lectores se suma, también, la que traen los libros. Sartre, a mis diecisiete, me empujó a una crisis tan severa que hasta me hizo descartar la idea del suicidio, por absurdo, por poner un ejemplo. Pero no sólo eso: la vida de lector me ha formado un escepticismo tan sólido, un pesimismo tan culto, que a menudo me ha generado trabas existenciales. Y sí: me podría volar los sesos tratando de dar el giro adecuado a un problema de filosofía del lenguaje. Ahora, lo que sí que no voy a negar es que, leyendo, se aprende muchísimo. Hablo, pues, del perfil mitológico de la lectura, de ese escalafón tan curioso y -admitámoslo- un tanto patético que nace de lo que, en el fondo, no tendría que ser más que una cuestión personal, ya sea por placer o por intereses determinados. Hay gente que pone el grito en el cielo cuando se entera de que no he leído El Quijote, pero la pura verdad es que ese es un detalle de mi vida que no me preocupa demasiado, ni algo de lo que sienta que tengo que avergonzarme.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Microcuentos

ESCALOFRIANTE de Thomas Bailey Aldrich
Una mujer esta sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.

FINAL PARA UN CUENTO FANTÁSTICO de I.A. Ireland.
--¡Que extraño! --dijo la muchacha avanzando cautelosamente--. ¡Qué puerta más pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
--¡Dios mío! --dijo el hombre--. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
--A los dos no. A uno solo --dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

UN HUEVO Anónimo japonés.
Un viajero encuentra en el campo a un personaje con una cabeza completamente lisa como un huevo, sin un sólo rasgo. Aterrorizado sube a una carreta y le pide al campesino que arree el caballo de inmediato.
--¿Qué pasa? --le pregunta el campesino.
--Fue que ví a un hombre que tenía el rostro liso como un huevo.
--Entonces --respondió el campesino volviéndose--, ¿tenía el mismo rostro que yo?

¿SERÍA FANTASMA? de George Loring Frost.
Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los obscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
--Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
--Yo no --respondió el otro--. ¿Y usted?
--Yo sí --dijo el primero y desapareció.

LA CASA ENCANTADA Anónimo
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor, y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
--Espéreme un momento --suplicó y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante a la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
--Dígame --dijo ella--, ¿se vende esta casa?
--Sí --respondió el hombre--, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
--Un fantasma --repitió la muchacha--. Santo Dios, ¿y quién es?
--Usted --dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.

SALVACIÓN de Juan Carlos Castorena
Desde aquel día en que llovió dolor sobre su corazón no volvió a sumergirse en los sentimientos. Por ello se encerraba en el cajón de sus pensamientos, y no los quería compartir con nadie más. Intenté acercarme a ella, pero no lo permitió...
Recuerdo bien aquella noche. Demasiada sangre en el baño. Por más que lo intenté, no logré limpiarla del todo. La muerte era lo mejor que le podía haber sucedido, era la única esperanza. Y yo la ayudé. Yo rebané su hermoso cuello, y dejé que toda la sangre envenenada abandonara su cuerpo. Sólo eso limpiaría su corazón, sólo eso la dejaría libre de la ponzoña del resentimiento. Yo la salvé.
Era doloroso tratar con ella. Despertó en mí los sentimientos que nunca había experimentado. Pero sólo los despertó. Jamás me despreció del todo. Nunca me aceptó, también eso es verdad. Incertidumbre. Incertidumbre. ¡Sólo incertidumbre y sentimientos desperdiciados! Mis intentos eran balas perdidas, y ella siempre evitó las trayectorias. No había más remedio. No quería estar aquí. No tenía caso que ocupara un lugar en el mundo. Además, yo tenía que sacarla de mí. Y sólo había una solución: sacarla del mundo, sacarla de mi, y limpiar su corazón.
No recuerdo que pasó antes. Nuestros rostros se reflejaban en el espejo del baño. Ella tenía miedo. Siempre pensó que yo estaba loco, y entonces me lo confesó; creía confirmarlo. Creyó que la violaría. Me excitó el constante roce con su cuerpo, no lo niego. Pero mi misión era más importante que mis deseos. Además, no corrompería mis sentimientos con un acto así. Procedí... Aspiró profundamente durante el recorrido del metal, que lentamente hacía brotar el líquido rojo. Lenta, pero abundantemente. Caliente y envenenado. Su corazón se purificaba poco a poco. Hasta que quedó libre. ¡Salvada!
Su cuerpo yerto, en el enorme charco escarlata. Libre, ya sin el resentimiento. Entonces comencé a comprenderla. Antes la entendía, pero no la comprendía. Toda su sangre era dolor, dolor que llovió sobre mi corazón. Yo había sido contagiado. No hay nada más terrible que guardar un inmenso sentimiento, y no tener posibilidad de entregarlo. Entonces el afecto al otro se transforma en rencor a sí mismo, al mundo, y a los demás. Y sólo hay una forma de salvarse.
Yo la salvé. Pero me condené. Y yo no tengo posibilidad de salvación. Y ella me lo recuerda a cada momento. Nunca me lo ha dicho. Pero yo lo sé, y me lo confirma. Acostumbra visitarme de vez en cuando, para agradecer que la haya salvado... Y nunca viene sola.

Decálogo para escribir microcuentos

 

1. Un microcuento es una historia mínima que no necesita más que unas pocas líneas para ser contada, y no el resumen de un cuento más largo.
2. Un microcuento no es una anécdota, ni una greguería, ni una
ocurrencia. Como todos los relatos, el microcuento tiene planteamiento, nudo y desenlace y su objetivo es contar un cambio, cómo se resuelve el conflicto que se plantea en las primeras líneas.
3. Habitualmente el periodo de tiempo que se cuente será pequeño. Es decir, no transcurrirá mucho tiempo entre el principio y el final de la historia.
4. Conviene evitar la proliferación de personajes. Por lo general, para un microcuento tres personajes ya son multitud.
5. El microcuento suele suceder en un solo escenario, dos a lo sumo. Son raros los microcuentos con escenarios múltiples.
6. Para evitar alargarnos en la presentación y descripción de espacios y personajes, es aconsejable seleccionar bien los detalles con los que serán descritos. Un detalle bien elegido puede decirlo todo.
7. Un microcuento es, sobre todo, un ejercicio de precisión en el contar y en el uso del lenguaje. Es muy importante seleccionar drásticamente lo que se cuenta (y también lo que no se cuenta), y encontrar las palabras justas que lo cuenten mejor. Por esta razón, en un microcuento el título es esencial: no ha de ser superfluo, es bueno que entre a formar parte de la historia y, con una extensión mínima, ha de desvelar algo importante.
8. Pese a su reducida extensión y a lo mínimo del suceso que narran, los microcuentos suelen tener un significado de orden superior. Es decir cuentan algo muy pequeño, pero que tiene un significado muy grande.
9. Es muy conveniente evitar las descripciones abstractas, las explicaciones, los juicios de valor y nunca hay que tratar de convencer al lector de lo que tiene que sentir. Contar cuentos es pintar con palabras, dibujar las escenas ante los ojos del lector para que este pueda conmoverse (o no) con ellas.
10. Piensa distinto, no te conformes, huye de los tópicos. Uno no escribe (ni microcuentos ni nada) para contar lo que ya se ha dicho mil veces.

sábado, 10 de septiembre de 2011

NARRATIVA

Cuando en un curso de introducción a la literatura hablamos de la narrativa como uno de los géneros literarios, asociamos inmediatamente este término con el cuento y la novela. Sólo cuando tratamos de definir qué es un cuento, por ejemplo, empezamos a comprender la complejidad que implica el término narrativa. En una primera aproximación podemos decir que narrativa se refiere a un proceso de comunicación mediante el cual un autor crea personajes para expresar ideas y emociones. En los textos académicos de teoría literaria se extiende normalmente el concepto de narrativa a toda obra que describe un hecho; y se entiende por hecho todo acontecer objetivo o subjetivo, exterior o interior a un personaje. De un modo más preciso, nosotros podemos decir que con narrativa hacemos referencia a un relato que consta de una serie de sucesos (la historia), a través de la representación humana (el narrador, los personajes) y con posibles comentarios, implícitos o explícitos, sobre la condición humana (el tema). En este curso de introducción a la literatura nos vamos a aproximar a la narrativa a través del cuento, aun cuando también incluimos novelas cortas. Para mejor visualizar las características de la narrativa vamos a hacer uso de una serie de mapas semánticos, que nos permiten profundizar a distintos niveles de complejidad. También incluimos una Guía para una lectura crítica de la narración y, como ejemplo, una propuesta de análisis de un cuento, Desdistancias.

1. ¿Podemos decir, según la definición anterior, que la narrativa consta de tres elementos fundamentales?
Las variaciones de textos narrativos son tan numerosas que cualquier definición parece limitar el proceso creativo. No obstante, en nuestra aproximación a la narrativa vamos a concentrarnos en aquellas características que determinan el género. En este sentido hablamos de los tres elementos antes citados, a los cuales añadimos un cuarto: historia, narrador, discurso y tema. Gráficamente lo podemos representar con el siguiente mapa semántico:
2. ¿Cómo se relacionan esos términos y qué significan en el contexto de la narrativa?
Estos términos (narrador, historia, discurso y tema), junto a los otros que se anotan en el glosario específico para la narrativa, se estudian por separado con numerosos ejemplos que facilitan su comprensión. Como señalamos al comienzo, estos elementos condicionan la narrativa en el sentido de que con ellos hacemos referencia a la creación del mundo ficticio (la historia), a la creación de un ambiente y unos personajes (el narrador), y al modo cómo el autor manipula el tiempo, los personajes, la estructura de los sucesos (el discurso). El tema constituye la idea central que domina en la historia.

3. Según lo anterior el elemento esencial es la historia y los otros tres muestran la idea central y los recursos mediante los cuales se construye. ¿No es así?
Ver la narrativa a través de la historia es una perspectiva legítima. Pero también lo sería un análisis a través del discurso o del narrador o del tema central en aquellos casos en los que existe un tema explícito omnipresente. Todos ellos se complementan y a veces se subordinan unos a otros. La complejidad de cada uno de estos conceptos requiere un estudio detenido.

4. ¿Qué factores debemos tener en cuenta al estudiar la historia?
Vamos a hacer de nuevo uso de un mapa semántico en el que colocamos en torno al término historia una serie de palabras que representan conceptos relacionados. Luego podremos ir estableciendo relaciones que nos permitan comprender la dimensión de lo que denominamos la historia.
Las palabras que se anotan en el mapa semántico representan conceptos fundamentales para comprender la historia, aunque alguno de ellos, estructura y trama, por ejemplo, se relacionan más con el discurso. La historia es lo que ocurre (el relato) en el acontecer cronológico de los sucesos. Los términos de estructura y trama se refieren al orden cómo el autor presenta los sucesos en el texto.

5. ¿Contienen todos los textos narrativos los mismos elementos?
No. Hay gran variedad en los recursos que el autor usa para decir la historia y en el modo cómo los ordena en su discurso. En el análisis de cada uno de estos conceptos proporcionamos numerosos ejemplos que muestran esa riqueza. En esta reflexión introductoria sobre la narrativa hacemos referencia a características generales. Así, consideramos como partes de la historia: la exposición (la creación de los personajes, del ambiente, de relaciones, etc.), el desarrollo (el proceso cronológico de los sucesos), el clímax (el momento de máxima tensión) y el desenlace (consecuencias de los sucesos y, en ocasiones, restablecimiento del orden).

6. ¿En qué se diferencia un marco cerrado de un fin cerrado?
Ambos conceptos son diferentes. Con el término de marco hacemos referencia a la razón que justifica el contar la historia. Es algo así como el marco en el que colocamos una fotografía; el marco contiene la fotografía, pero no es parte de la foto. Como explicamos bajo el concepto de marco, éste puede tomar formas muy variadas. En épocas antiguas nos mostraba quién contaba la historia, a quién se contaba y por qué se contaba. En tiempos modernos no es tan frecuente el uso de un marco, pero cuando se incluye, puede hacer referencia, entre otros muchos motivos, al origen de la historia o a las razones que motivan al autor a contarla (marco abierto es cuando se incluye sólo a comienzo y marco cerrado cuando también se incluye al final del cuento). El término fin cerrado se refiere a la historia misma y con él queremos decir que tiene un desenlace, es decir, que se da respuesta a las incógnitas que surgen durante el relato.

7. ¿Qué diferencia hay entre el suspenso y los puntos decisivos?
Ambos, suspenso y puntos decisivos, son partes de un mismo proceso. Un punto decisivo es un momento en la historia en el que se inicia un cambio que va a ser fundamental en el desarrollo y por consecuencia también en el desenlace o percepción de lo que pueda ser el desenlace. Estos momentos crean anticipación en el lector y así una actitud de suspenso, de expectativa. Sirven también para ordenar las acciones y, muy importante en el proceso narrativo, sirven para establecer funciones precisas a dichas acciones.

8. ¿Podríamos considerar la acciones como parte de la historia y la función como perteneciente al discurso?
Sí, en efecto, aun cuando no debemos crear divisiones. Los mapas semánticos y clasificaciones que establecemos en esta introducción a la narrativa, tienen como función explicar la terminología. En la realidad, todos estos conceptos están íntimamente relacionados, y se comprenden mutuamente en contexto unos con los otros. Por ejemplo, la acción de encender un cigarrillo puede ser neutra, pero el narrador o el autor puede dar a esta acción una función determinada (lo cual es ya parte del discurso) para reflejar nerviosismo.

9. Entonces, ¿Cómo podemos aproximarnos al estudio del discurso?
Hemos señalado ya que el discurso alude a cómo se desarrolla la historia; es decir, con el término discurso hacemos referencia a los recursos o procesos de comunicación que emplea el autor para transmitir su historia. Así el tono que ayuda a crear una ambientación y que, por ejemplo, puede ser irónico o sarcástico, literal o figurado. También es parte del discurso el estilo directo o indirecto que puede usar el autor y la función que confiere a las distintas acciones. El discurso, en otras palabras, se ocupa de los distintos modos de manipular la presentación de las acciones y del tiempo (cronológico, psicológico) en que éstas suceden, a través de la estructura peculiar que da a su historia. Otros elementos que podemos asociar con el discurso son el uso del diálogo o del monólogo interior, el uso de la descripción o de la narración. También es parte del discurso los indicios que el autor va incluyendo a lo largo del texto y que sirven, entre otras funciones, para guiar, para confundir, para crear tensión, para anticipar el desenlace. Podemos agrupar todos estos recursos, que se explican por separado en el glosario de la narrativa, a través del siguiente mapa semántico:
10. La descripción de lo que es el discurso muestra su relación con lo que hemos denominado la historia. Parecen dos caras de una misma moneda. ¿Cómo se relaciona el narrador con el discurso y la historia?
Hemos señalado anteriormente que no usamos estos términos para establecer divisiones, sino para ver desde distintas perspectivas lo que queremos expresar bajo el concepto de narrativa. El narrador es parte integrante de la historia y del discurso; no se puede separar de ellos, pero sí podemos analizar la historia desde la perspectiva del narrador. Vamos a usar de nuevo un mapa semántico que reúna los distintos recursos que asociamos con el narrador:
11. ¿Qué quiere decir analizar la historia desde la perspectiva del narrador?
El narrador es quién nos cuenta la historia y por eso es importante reflexionar sobre los recursos que usa el autor para crear su narrador. El narrador controla los dos procedimientos complementarios de toda narrativa, la mimesis (showing) y diégesis (telling) y mediante ellos la creación de los personajes. De esta importancia, surgen las preguntas de quién es el narrador, cómo controla el proceso de la narración y desde qué perspectiva lo hace. El proceso de la narración es diferente si contamos con un narrador fidedigno (confiable) o si por el contrario el narrador no es confiable; también afecta nuestra interpretación de la historia si determinamos que es un narrador objetivo o un narrador inocente, así como la distancia desde la que nos cuenta o presenta los sucesos. Esta distancia puede ser espacial, temporal o incluso psíquica. Todos estos elementos crean un tono peculiar.

12. Entonces surge una pregunta fundamental ¿quién es el narrador?
Así es, en efecto. Muchas de las clasificaciones de las obras narrativas se basan en los distintos tipos de narrador. Así tenemos narradores en primera persona, en tercera persona e, incluso, en segunda persona. Cada uno de estos narradores presenta un punto de vista único. Pero el proceso de clasificaciones puede ser muy complejo: el narrador en tercera persona puede ser omnisciente o con conocimientos limitados de lo que sucede, puede ser un narrador testigo con una perspectiva subjetiva o, por ejemplo, un objeto que narra lo que ve y oye de forma objetiva (véase la clasificación detallada y con numerosos ejemplos que incluimos al explicar el término de narrador).

13. En el mapa semántico se incluye el término de “autor implícito”, ¿Qué relación hay entre el autor de la obra narrativa, el autor implícito y el narrador?
En la introducción a este curso, bajo el título de “Qué es literatura”, hicimos referencia a las relaciones entre autor, texto y lector. En el caso de la narrativa, que crea un mundo ficticio, se incluyen a veces referencias a un autor o a un lector, que por estar en el cuerpo mismo de la historia, son ficticios, pero que en ocasiones muestran referencias directas al autor real del texto. Coloquemos de nuevo estos términos en un mapa semántico:
Podemos decir que el texto hace referencia tanto al autor(a) real como al autor implícito, tanto al narratario como al lector(a) implícito, pero las relaciones son distintas. El lenguaje y el estilo, por ejemplo, pueden caracterizar a un escritor, pero la obra narrativa es una creación ficticia independiente, cuyas ideas o expresiones no deben identificarse necesariamente con las del autor. En aquellos casos en los que el autor interviene en el texto de la narración, incluso usando el mismo nombre del autor real, podemos hablar de un autor implícito, que es una creación ficticia, aun cuando sus posiciones se acerquen a las del escritor de la obra. El narratario es igualmente una creación ficticia. Llamamos narratario al destinatario ficticio de la narración (véanse los ejemplos que incluimos en la explicación de estos términos).

viernes, 9 de septiembre de 2011

COMO FRACASAR EN SOCIEDAD

Por Enrique Serna

Septiembre 2011
La diplomacia es un arte complejo y sutil que los inadaptados sociales admiramos desde lejos, como intrusos harapientos en un baile de gala. Pero así como el cojo añora la pierna que perdió y la reconstruye en la imaginación, el sociópata puede teorizar sobre un arte que desconoce en la práctica, pero ha estudiado a fondo con el resentimiento de los inválidos. La mayor dificultad del trato social, según creo, consiste en adivinar lo que el mundo espera de uno y actuar camaleónicamente según lo requieran las circunstancias. Para eso hay que saber calibrar al otro al primer vistazo, renunciar a cualquier brote de espontaneidad y estar siempre dispuesto a representar un papel. No culpo a quienes han adoptado una máscara social con fines de supervivencia. ¿Qué importa ser un poco hipócrita si con ello se logra un mejor entendimiento con los demás? Fingir gentileza, o mejor aún, fingir aprecio, es una táctica infalible para granjearse el favor de la gente, porque el prójimo siempre acepta al interlocutor que lo trata con calidez. Pero quienes representamos mal ese papel, ya sea por inseguridad o misantropía (defectos que suelen ir de la mano), debemos abstenernos de interpretarlo, porque la gentileza forzada hiere más que ningún desaire y concita las peores enemistades.
Solo hay un pecado social más grave que la amabilidad contrahecha: saltar abruptamente de la charla anodina a las confidencias íntimas con la gente que acabamos de conocer, o enfrascarse de buenas a primeras en ásperas discusiones, pretendiendo haber ganado en media hora una confianza que, por lo general, los amigos tardan años en conquistar. Conozco la incomodidad que provoca ese acto vandálico, por haberlo cometido infinidad de veces cuando era un joven inexperto y atolondrado. La gente me tomaba por un terrorista insolente que pretendía involucrarla en un psicodrama, cuando yo solo quería elevar la calidad del debate y entrar al meollo de los temas que de veras importan. Como la sociedad castiga severamente a quien se toma estas confiancitas, uno procura enmendarse y comienza a tratar a los demás con respetuosa cautela. Pero la resequedad extrema también es políticamente incorrecta y crea una atmósfera de tirantez que nadie puede soportar, sobre todo en la convivencia laboral, donde es horrible tratar de “hola” y “adiós” a los mismos extraños de siempre, sin pasar nunca a un trato más afable. Por conveniencia mutua, en tales casos hay que aparentar una ruptura del hielo y detenernos cada mañana a intercambiar dos o tres frasecitas inocuas con el encargado de las fotocopias. Así evitamos, por lo menos, la carga patológica que puede llegar a tener el roce cotidiano entre desconocidos. Envidio a quienes logran hacer esto con naturalidad, porque yo nunca he podido. Más aún: creo que nadie puede ser agradable de tiempo completo sin desarrollar una fobia secreta contra la gente a la que ha consagrado tantas horas de esfuerzo. Por eso los políticos odian a sus bases de apoyo, y no vacilan en sacrificarlas a la menor oportunidad: les recuerdan cuánta piedra picaron para llegar donde están.
El trato social se complica más aún cuando entra en juego el escalafón jerárquico del mundillo literario, porque la camaradería y el trato entre iguales no pueden existir en un medio donde tanta gente codicia los sellos de prestigio. Mucha gente cree que las vacas sagradas de la cultura nunca se bajan de su pedestal, pero mi experiencia me indica lo contrario. En realidad, la gente más obsesionada con los sellos de prestigio o los signos de estatus es la que nunca los ha tenido y, por lo tanto, ni siquiera concibe la idea de entablar amistades ajenas a esa escala de valores. En el ensayo Status anxiety, un estudio muy esclarecedor sobre las reglas no escritas del trato social, Alain de Botton reproduce una caricatura de la revista Punch que ilustra la cruel paradoja del esnob autodestructivo:

–Allá van las Spicer Wilcox, mamá –exclama una hija a su madre caminando por Hyde Park. Supe que se mueren por conocernos. ¿No deberíamos de llamarlas?
–Por supuesto que no –replica la madre. Si se mueren por conocernos no son dignas de nuestra amistad. La única gente digna de nuestro interés es la que no quiere conocernos.

Cuando uno trata a seres de esta calaña sin darse importancia, o busca ingenuamente su amistad, sienten que uno ha pisado fondo, porque de lo contrario no se rebajaría a tratar con ellos. Es imposible saber quién va a reaccionar así porque la aparente franqueza de un buen histrión puede engañar a cualquiera. Como este mecanismo psicológico rige en gran medida las relaciones públicas del Parnaso, cualquier acercamiento amistoso que intente borrar los repugnantes títulos nobiliarios queda condenado al fracaso, a menos de que uno sepa guardar las debidas distancias. Pero las “debidas distancias” empobrecen tanto la vida social que termina siendo preferible charlar con un libro.

EL LIBRO DE LOS ABRAZOS

 
 
 
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.
El libro de los abrazos. Eduardo Galeano


lunes, 5 de septiembre de 2011

Una literatura muy nueva

Vilma Fuentes
A lo largo de los días nos invaden el ruido de la radio y las imágenes televisivas. Existe, sin embargo, una diferencia entre estos dos medios de comunicación: uno es aún más acaparador que el otro. Puedo oír la radio con la escasa atención que se presta a la charla de un vecino de café que habla en voz demasiado alta. Seguir a distancia las voces que brotan de la radio al mismo tiempo que me ocupo de otras cosas. Escribir incluso mientras el otro habla y no puede ofenderse de mi distraída atención, pues no me ve más de lo que yo lo veo. Tal es, quizás, el secreto de la radio: nos deja una parcela de libertad. En cambio, la imagen televisiva, si la miro, me impide ocuparme de otra cosa, me somete a su poder hipnótico, tan poco atractivo como sea el espectáculo propuesto.
Escuchaba esta mañana, con un oído desatento –debo confesarlo–, un programa donde, entre dos canciones a la moda, el locutor cambiaba de tema para dejar espacio a una entrevista orientada hacia el terreno cultural. El entrevistado era un escritor. La primera información era impresionante: los libros de este autor se venden, no por miles de ejemplares, sino por millones. Cualquiera que sea la idea sobre los libros y lo que ha convenido llamarse literatura, esta cifra de millones no es sólo impresionante: constituye una información colmada de sentido, al menos desde el punto de vista sociológico. Cuando millones de personas compran el mismo libro, el hecho debe necesariamente significar algo. Sería demasiado fácil, si no perezoso, contentarse con una reacción de desprecio ante tal fenómeno. No hay fenómeno insignificante.
Era el momento de abrir los oídos. El escritor tenía una voz agradable. Hablaba suavemente, con lentitud y un tono de modestia que no podía pertenecer sino a un hombre cuyo enorme éxito no se le había subido a la cabeza, provocándole el mareo que conduce al vértigo... y al delirio megalómano. Como dicen los franceses, no había agarrado la grosse tête. Al contrario, su voz daba una impresión simpática. Poco importa su nombre, vuelto célebre, si no en las revistas literarias donde afectan ningunearlo, al menos en las publicaciones people tan vendidas como sus libros. Saber cómo se llama no agregaría nada esencial al fenómeno que representa pues, de manera paradójica, encarna una especie de anonimato. Es el señor Todomundo. Sin duda, va aún más lejos, todavía no es el señor Todomundo; quiere serlo. Y, la verdad, parece dotado para lograrlo.
A una de sus lectoras, de ésas que hacen la cola durante horas en los salones del libro para obtener un autógrafo, la periodista pregunta su opinión, el motivo de su apasionado interés por las obras de este autor. La respuesta brota inmediata, categórica y franca: “No me gusta leer, nunca me ha gustado leer.” La reportera no se esperaba tal declaración. Trata de aclarar, confusa: “Sin embargo, usted lee los libros de este autor y, aparentemente, forma parte de sus admiradoras.” “¡Ah, claro! Lo adoro, pero no me gusta leer.”
La periodista no insistió. El desconcierto que la había sobrecogido ante la obstinación de la lectora en repetir su credo resumido en dos mandamientos tan imperiosos y breves uno como otro: “No me gusta leer” y “Adoro los libros de este autor” no dejaba espacio a un diálogo más profundo. No era posible replicar. No obedecía a ninguna lógica. Cualquier tipo de reflexión era rebasado, relegado a su abismo, ese vacío que deja mudo ante lo incomprensible, lo absurdo y que sólo el humor puede salvar, en el mejor de los casos, para evitar caer en la angustia. Y sin embargo, la franqueza, la autenticidad de este testimonio era indiscutible. La joven no se preocupaba por saber si sus palabras tenían o no sentido, si era o no conveniente decirlas, si iban a escucharla o a burlarse de ella. La muchacha se limitó a decir lo que sentía.
La chica ignoraba a qué extremo lo que dijo poseía sentido. No era su papel explicar sus palabras ni dilucidar a otros la significación de su conducta asombrosa. No era escritora ni filósofa, y no pretendía serlo. Se contentaba con responder a las cuestiones, sin tratar de dar una imagen sofisticada tomando la pose de una intelectual que no era ni quería ser. Su testimonio no era por ello menos revelador de un fenómeno extraño que habría valido la pena ser analizado, si la radio pudiera ser un medio conveniente para reflexionar sobre el sentido de las cosas. Muy lejos de esto, la radio es, con excepciones, un instrumento donde se habla mucho y donde, tal vez en consecuencia, se piensa poco.
¿Qué puede significar este nuevo fenómeno: la aparición de libros que se venden por millones y que son comprados por clientes a quienes no les gusta leer? Es acaso el signo de la aparición de una literatura muy nueva: la literatura para aquellos a quienes no les gusta leer. Después de todo, representan cuantitativamente una masa importante. La ley de las cifras es la ley primordial de nuestro mundo mundializado. Es posible imaginar, sin recurrir a una especie de novela de ciencia ficción, un universo donde la literatura ya no sería sino el espacio de elección de quienes no leen, o que no leen nunca frases de más de tres palabras, de onomatopeyas, borborigmos, ladridos, maullidos, gritos impresos en las exclamativas burbujas donde fingen expresarse los personajes de los cuentos; en suma, un espacio poblado de silencio y ruidos. Un lugar donde no se piense. Donde se olviden tan pronto como se recorren, con la mirada, sonidos que sustituyen con el grito a la palabra e impiden a ésta ser dicha.
Life is a tale told by an idiot full of sound and fury and signifies nothing. “La vida es una historia contada por un idiota llena de ruido y furor y que no significa nada”, escribió Shakespeare. Hablaba de la vida humana en un relámpago de iluminación aterrador. ¿Cómo habría podido imaginar el sentido que el progreso daría a estas inspiradas palabras?

martes, 9 de agosto de 2011

SEMINARIO DE APRECIACIÓN LITERARIA I



Una de las finalidades del curso será que los alumnos comprendan la riqueza que la
lectura literaria aporta a las personas en distintas dimensiones: goce estético;
conocimiento de otras épocas y culturas; adquisición de elementos para ejercer la crítica;
enriquecimiento de conceptos y vocabulario, y empatía hacia el género humano. Por otra
parte, el seminario tiene como proósito introducir a los alumnos en el conocimiento de la
teoría literaria dentro de una perspectiva comunicativa y funcional del lenguaje; se espera
que los futuros maestros logren identificar, desde el punto de vista pedagógico, los
aspectos más relevantes de las teorías presentadas. Este conocimiento servirá como
base para que los futuros maestros apoyen a los adolescentes tanto en la comprensión de
textos como en la iniciación literaria.
Se sabe que no es posible transmitir el entusiasmo por la lectura literaria si no se
experimenta; por ello, además de ser un espacio de reflexión sobre el acto de leer
literatura, este seminario tiene como objetivo general que los alumnos –futuros maestros–
se conviertan en lectores o amplíen sus actuales horizontes en el ámbito de la lectura
literaria, para lo cual, la lectura de textos literarios deberá ser una actividad permanente
durante el Seminario.
http://www.benv.edu.mx/EduSec/5semes/espa%F1ol/sem_apr1.pdf

ANÁLISIS DE TEXTOS NARRATIVOS Y POÈTICOS

El propósito central de la asignatura
estudiantes de la licenciatura adquieran los conocimientos básicos sobre este tipo de
textos, considerados como los de uso más común y los de mayor trascendencia en el
desarrollo cultural, ya que permiten acceder a diversas formas de concebir, observar o
criticar el mundo y hasta de proponerlo, según los propios deseos o imaginación de
quienes los crean. Por ello, el conocimiento de la función comunicativa de los textos
narrativos y poéticos constituye uno de los aspectos principales en este curso.
Otros propósitos de la asignatura se enfocan al desarrollo de las habilidades de los
estudiantes de la licenciatura para analizar textos narrativos y poéticos, como son:
identificar sus características estructurales, el lenguaje que utilizan y las intenciones a las
que responden, comprender que los lectores–oyentes pueden crear una gran variedad de
significados al interactuar con textos escritos y orales, reconocer la importancia de esta
clase de textos en la vida personal y escolar de los alumnos de secundaria y utilizar estos
conocimientos y habilidades para el diseño y aplicación de estrategias de enseñanza y de
evaluación de aprendizajes.
La asignatura
formación específica, en el quinto semestre de la especialidad. Corresponde a la Línea
Temática
asignaturas
cuarto; las asignaturas
textos argumentativos”
Análisis de textos narrativos y poéticos es que los“Análisis de textos narrativos y poéticos” se ubica dentro del campo deAnálisis de las características textuales y tiene como antecedentes las“Análisis de textos”, del tercer semestre y “Análisis de textos expositivos”, del“Conocimiento y uso de fuentes de información” y “Análisis decierran esta línea, en el sexto semestre.

jueves, 28 de julio de 2011

EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE

DE "DOCE CUENTOS PEREGRINOS", GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
-Merde! Allez-vous-en!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. “Suena como un buque”, había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. “No me importa qué instrumento toques” -le decía- “con tal de que lo toques con las piernas cerradas”. Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. “No hay paisajes más bellos en el mundo”, decía, “pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua.” Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. “Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil”, dijo con su encanto natural. “Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.” Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.
-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.
-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. “Hizo bien en decírmelo,” dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: “Hotel Nicole”. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. “No, mi querido joven,” le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.
-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.
***