sábado, 10 de septiembre de 2011

NARRATIVA

Cuando en un curso de introducción a la literatura hablamos de la narrativa como uno de los géneros literarios, asociamos inmediatamente este término con el cuento y la novela. Sólo cuando tratamos de definir qué es un cuento, por ejemplo, empezamos a comprender la complejidad que implica el término narrativa. En una primera aproximación podemos decir que narrativa se refiere a un proceso de comunicación mediante el cual un autor crea personajes para expresar ideas y emociones. En los textos académicos de teoría literaria se extiende normalmente el concepto de narrativa a toda obra que describe un hecho; y se entiende por hecho todo acontecer objetivo o subjetivo, exterior o interior a un personaje. De un modo más preciso, nosotros podemos decir que con narrativa hacemos referencia a un relato que consta de una serie de sucesos (la historia), a través de la representación humana (el narrador, los personajes) y con posibles comentarios, implícitos o explícitos, sobre la condición humana (el tema). En este curso de introducción a la literatura nos vamos a aproximar a la narrativa a través del cuento, aun cuando también incluimos novelas cortas. Para mejor visualizar las características de la narrativa vamos a hacer uso de una serie de mapas semánticos, que nos permiten profundizar a distintos niveles de complejidad. También incluimos una Guía para una lectura crítica de la narración y, como ejemplo, una propuesta de análisis de un cuento, Desdistancias.

1. ¿Podemos decir, según la definición anterior, que la narrativa consta de tres elementos fundamentales?
Las variaciones de textos narrativos son tan numerosas que cualquier definición parece limitar el proceso creativo. No obstante, en nuestra aproximación a la narrativa vamos a concentrarnos en aquellas características que determinan el género. En este sentido hablamos de los tres elementos antes citados, a los cuales añadimos un cuarto: historia, narrador, discurso y tema. Gráficamente lo podemos representar con el siguiente mapa semántico:
2. ¿Cómo se relacionan esos términos y qué significan en el contexto de la narrativa?
Estos términos (narrador, historia, discurso y tema), junto a los otros que se anotan en el glosario específico para la narrativa, se estudian por separado con numerosos ejemplos que facilitan su comprensión. Como señalamos al comienzo, estos elementos condicionan la narrativa en el sentido de que con ellos hacemos referencia a la creación del mundo ficticio (la historia), a la creación de un ambiente y unos personajes (el narrador), y al modo cómo el autor manipula el tiempo, los personajes, la estructura de los sucesos (el discurso). El tema constituye la idea central que domina en la historia.

3. Según lo anterior el elemento esencial es la historia y los otros tres muestran la idea central y los recursos mediante los cuales se construye. ¿No es así?
Ver la narrativa a través de la historia es una perspectiva legítima. Pero también lo sería un análisis a través del discurso o del narrador o del tema central en aquellos casos en los que existe un tema explícito omnipresente. Todos ellos se complementan y a veces se subordinan unos a otros. La complejidad de cada uno de estos conceptos requiere un estudio detenido.

4. ¿Qué factores debemos tener en cuenta al estudiar la historia?
Vamos a hacer de nuevo uso de un mapa semántico en el que colocamos en torno al término historia una serie de palabras que representan conceptos relacionados. Luego podremos ir estableciendo relaciones que nos permitan comprender la dimensión de lo que denominamos la historia.
Las palabras que se anotan en el mapa semántico representan conceptos fundamentales para comprender la historia, aunque alguno de ellos, estructura y trama, por ejemplo, se relacionan más con el discurso. La historia es lo que ocurre (el relato) en el acontecer cronológico de los sucesos. Los términos de estructura y trama se refieren al orden cómo el autor presenta los sucesos en el texto.

5. ¿Contienen todos los textos narrativos los mismos elementos?
No. Hay gran variedad en los recursos que el autor usa para decir la historia y en el modo cómo los ordena en su discurso. En el análisis de cada uno de estos conceptos proporcionamos numerosos ejemplos que muestran esa riqueza. En esta reflexión introductoria sobre la narrativa hacemos referencia a características generales. Así, consideramos como partes de la historia: la exposición (la creación de los personajes, del ambiente, de relaciones, etc.), el desarrollo (el proceso cronológico de los sucesos), el clímax (el momento de máxima tensión) y el desenlace (consecuencias de los sucesos y, en ocasiones, restablecimiento del orden).

6. ¿En qué se diferencia un marco cerrado de un fin cerrado?
Ambos conceptos son diferentes. Con el término de marco hacemos referencia a la razón que justifica el contar la historia. Es algo así como el marco en el que colocamos una fotografía; el marco contiene la fotografía, pero no es parte de la foto. Como explicamos bajo el concepto de marco, éste puede tomar formas muy variadas. En épocas antiguas nos mostraba quién contaba la historia, a quién se contaba y por qué se contaba. En tiempos modernos no es tan frecuente el uso de un marco, pero cuando se incluye, puede hacer referencia, entre otros muchos motivos, al origen de la historia o a las razones que motivan al autor a contarla (marco abierto es cuando se incluye sólo a comienzo y marco cerrado cuando también se incluye al final del cuento). El término fin cerrado se refiere a la historia misma y con él queremos decir que tiene un desenlace, es decir, que se da respuesta a las incógnitas que surgen durante el relato.

7. ¿Qué diferencia hay entre el suspenso y los puntos decisivos?
Ambos, suspenso y puntos decisivos, son partes de un mismo proceso. Un punto decisivo es un momento en la historia en el que se inicia un cambio que va a ser fundamental en el desarrollo y por consecuencia también en el desenlace o percepción de lo que pueda ser el desenlace. Estos momentos crean anticipación en el lector y así una actitud de suspenso, de expectativa. Sirven también para ordenar las acciones y, muy importante en el proceso narrativo, sirven para establecer funciones precisas a dichas acciones.

8. ¿Podríamos considerar la acciones como parte de la historia y la función como perteneciente al discurso?
Sí, en efecto, aun cuando no debemos crear divisiones. Los mapas semánticos y clasificaciones que establecemos en esta introducción a la narrativa, tienen como función explicar la terminología. En la realidad, todos estos conceptos están íntimamente relacionados, y se comprenden mutuamente en contexto unos con los otros. Por ejemplo, la acción de encender un cigarrillo puede ser neutra, pero el narrador o el autor puede dar a esta acción una función determinada (lo cual es ya parte del discurso) para reflejar nerviosismo.

9. Entonces, ¿Cómo podemos aproximarnos al estudio del discurso?
Hemos señalado ya que el discurso alude a cómo se desarrolla la historia; es decir, con el término discurso hacemos referencia a los recursos o procesos de comunicación que emplea el autor para transmitir su historia. Así el tono que ayuda a crear una ambientación y que, por ejemplo, puede ser irónico o sarcástico, literal o figurado. También es parte del discurso el estilo directo o indirecto que puede usar el autor y la función que confiere a las distintas acciones. El discurso, en otras palabras, se ocupa de los distintos modos de manipular la presentación de las acciones y del tiempo (cronológico, psicológico) en que éstas suceden, a través de la estructura peculiar que da a su historia. Otros elementos que podemos asociar con el discurso son el uso del diálogo o del monólogo interior, el uso de la descripción o de la narración. También es parte del discurso los indicios que el autor va incluyendo a lo largo del texto y que sirven, entre otras funciones, para guiar, para confundir, para crear tensión, para anticipar el desenlace. Podemos agrupar todos estos recursos, que se explican por separado en el glosario de la narrativa, a través del siguiente mapa semántico:
10. La descripción de lo que es el discurso muestra su relación con lo que hemos denominado la historia. Parecen dos caras de una misma moneda. ¿Cómo se relaciona el narrador con el discurso y la historia?
Hemos señalado anteriormente que no usamos estos términos para establecer divisiones, sino para ver desde distintas perspectivas lo que queremos expresar bajo el concepto de narrativa. El narrador es parte integrante de la historia y del discurso; no se puede separar de ellos, pero sí podemos analizar la historia desde la perspectiva del narrador. Vamos a usar de nuevo un mapa semántico que reúna los distintos recursos que asociamos con el narrador:
11. ¿Qué quiere decir analizar la historia desde la perspectiva del narrador?
El narrador es quién nos cuenta la historia y por eso es importante reflexionar sobre los recursos que usa el autor para crear su narrador. El narrador controla los dos procedimientos complementarios de toda narrativa, la mimesis (showing) y diégesis (telling) y mediante ellos la creación de los personajes. De esta importancia, surgen las preguntas de quién es el narrador, cómo controla el proceso de la narración y desde qué perspectiva lo hace. El proceso de la narración es diferente si contamos con un narrador fidedigno (confiable) o si por el contrario el narrador no es confiable; también afecta nuestra interpretación de la historia si determinamos que es un narrador objetivo o un narrador inocente, así como la distancia desde la que nos cuenta o presenta los sucesos. Esta distancia puede ser espacial, temporal o incluso psíquica. Todos estos elementos crean un tono peculiar.

12. Entonces surge una pregunta fundamental ¿quién es el narrador?
Así es, en efecto. Muchas de las clasificaciones de las obras narrativas se basan en los distintos tipos de narrador. Así tenemos narradores en primera persona, en tercera persona e, incluso, en segunda persona. Cada uno de estos narradores presenta un punto de vista único. Pero el proceso de clasificaciones puede ser muy complejo: el narrador en tercera persona puede ser omnisciente o con conocimientos limitados de lo que sucede, puede ser un narrador testigo con una perspectiva subjetiva o, por ejemplo, un objeto que narra lo que ve y oye de forma objetiva (véase la clasificación detallada y con numerosos ejemplos que incluimos al explicar el término de narrador).

13. En el mapa semántico se incluye el término de “autor implícito”, ¿Qué relación hay entre el autor de la obra narrativa, el autor implícito y el narrador?
En la introducción a este curso, bajo el título de “Qué es literatura”, hicimos referencia a las relaciones entre autor, texto y lector. En el caso de la narrativa, que crea un mundo ficticio, se incluyen a veces referencias a un autor o a un lector, que por estar en el cuerpo mismo de la historia, son ficticios, pero que en ocasiones muestran referencias directas al autor real del texto. Coloquemos de nuevo estos términos en un mapa semántico:
Podemos decir que el texto hace referencia tanto al autor(a) real como al autor implícito, tanto al narratario como al lector(a) implícito, pero las relaciones son distintas. El lenguaje y el estilo, por ejemplo, pueden caracterizar a un escritor, pero la obra narrativa es una creación ficticia independiente, cuyas ideas o expresiones no deben identificarse necesariamente con las del autor. En aquellos casos en los que el autor interviene en el texto de la narración, incluso usando el mismo nombre del autor real, podemos hablar de un autor implícito, que es una creación ficticia, aun cuando sus posiciones se acerquen a las del escritor de la obra. El narratario es igualmente una creación ficticia. Llamamos narratario al destinatario ficticio de la narración (véanse los ejemplos que incluimos en la explicación de estos términos).

viernes, 9 de septiembre de 2011

COMO FRACASAR EN SOCIEDAD

Por Enrique Serna

Septiembre 2011
La diplomacia es un arte complejo y sutil que los inadaptados sociales admiramos desde lejos, como intrusos harapientos en un baile de gala. Pero así como el cojo añora la pierna que perdió y la reconstruye en la imaginación, el sociópata puede teorizar sobre un arte que desconoce en la práctica, pero ha estudiado a fondo con el resentimiento de los inválidos. La mayor dificultad del trato social, según creo, consiste en adivinar lo que el mundo espera de uno y actuar camaleónicamente según lo requieran las circunstancias. Para eso hay que saber calibrar al otro al primer vistazo, renunciar a cualquier brote de espontaneidad y estar siempre dispuesto a representar un papel. No culpo a quienes han adoptado una máscara social con fines de supervivencia. ¿Qué importa ser un poco hipócrita si con ello se logra un mejor entendimiento con los demás? Fingir gentileza, o mejor aún, fingir aprecio, es una táctica infalible para granjearse el favor de la gente, porque el prójimo siempre acepta al interlocutor que lo trata con calidez. Pero quienes representamos mal ese papel, ya sea por inseguridad o misantropía (defectos que suelen ir de la mano), debemos abstenernos de interpretarlo, porque la gentileza forzada hiere más que ningún desaire y concita las peores enemistades.
Solo hay un pecado social más grave que la amabilidad contrahecha: saltar abruptamente de la charla anodina a las confidencias íntimas con la gente que acabamos de conocer, o enfrascarse de buenas a primeras en ásperas discusiones, pretendiendo haber ganado en media hora una confianza que, por lo general, los amigos tardan años en conquistar. Conozco la incomodidad que provoca ese acto vandálico, por haberlo cometido infinidad de veces cuando era un joven inexperto y atolondrado. La gente me tomaba por un terrorista insolente que pretendía involucrarla en un psicodrama, cuando yo solo quería elevar la calidad del debate y entrar al meollo de los temas que de veras importan. Como la sociedad castiga severamente a quien se toma estas confiancitas, uno procura enmendarse y comienza a tratar a los demás con respetuosa cautela. Pero la resequedad extrema también es políticamente incorrecta y crea una atmósfera de tirantez que nadie puede soportar, sobre todo en la convivencia laboral, donde es horrible tratar de “hola” y “adiós” a los mismos extraños de siempre, sin pasar nunca a un trato más afable. Por conveniencia mutua, en tales casos hay que aparentar una ruptura del hielo y detenernos cada mañana a intercambiar dos o tres frasecitas inocuas con el encargado de las fotocopias. Así evitamos, por lo menos, la carga patológica que puede llegar a tener el roce cotidiano entre desconocidos. Envidio a quienes logran hacer esto con naturalidad, porque yo nunca he podido. Más aún: creo que nadie puede ser agradable de tiempo completo sin desarrollar una fobia secreta contra la gente a la que ha consagrado tantas horas de esfuerzo. Por eso los políticos odian a sus bases de apoyo, y no vacilan en sacrificarlas a la menor oportunidad: les recuerdan cuánta piedra picaron para llegar donde están.
El trato social se complica más aún cuando entra en juego el escalafón jerárquico del mundillo literario, porque la camaradería y el trato entre iguales no pueden existir en un medio donde tanta gente codicia los sellos de prestigio. Mucha gente cree que las vacas sagradas de la cultura nunca se bajan de su pedestal, pero mi experiencia me indica lo contrario. En realidad, la gente más obsesionada con los sellos de prestigio o los signos de estatus es la que nunca los ha tenido y, por lo tanto, ni siquiera concibe la idea de entablar amistades ajenas a esa escala de valores. En el ensayo Status anxiety, un estudio muy esclarecedor sobre las reglas no escritas del trato social, Alain de Botton reproduce una caricatura de la revista Punch que ilustra la cruel paradoja del esnob autodestructivo:

–Allá van las Spicer Wilcox, mamá –exclama una hija a su madre caminando por Hyde Park. Supe que se mueren por conocernos. ¿No deberíamos de llamarlas?
–Por supuesto que no –replica la madre. Si se mueren por conocernos no son dignas de nuestra amistad. La única gente digna de nuestro interés es la que no quiere conocernos.

Cuando uno trata a seres de esta calaña sin darse importancia, o busca ingenuamente su amistad, sienten que uno ha pisado fondo, porque de lo contrario no se rebajaría a tratar con ellos. Es imposible saber quién va a reaccionar así porque la aparente franqueza de un buen histrión puede engañar a cualquiera. Como este mecanismo psicológico rige en gran medida las relaciones públicas del Parnaso, cualquier acercamiento amistoso que intente borrar los repugnantes títulos nobiliarios queda condenado al fracaso, a menos de que uno sepa guardar las debidas distancias. Pero las “debidas distancias” empobrecen tanto la vida social que termina siendo preferible charlar con un libro.

EL LIBRO DE LOS ABRAZOS

 
 
 
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.
El libro de los abrazos. Eduardo Galeano


lunes, 5 de septiembre de 2011

Una literatura muy nueva

Vilma Fuentes
A lo largo de los días nos invaden el ruido de la radio y las imágenes televisivas. Existe, sin embargo, una diferencia entre estos dos medios de comunicación: uno es aún más acaparador que el otro. Puedo oír la radio con la escasa atención que se presta a la charla de un vecino de café que habla en voz demasiado alta. Seguir a distancia las voces que brotan de la radio al mismo tiempo que me ocupo de otras cosas. Escribir incluso mientras el otro habla y no puede ofenderse de mi distraída atención, pues no me ve más de lo que yo lo veo. Tal es, quizás, el secreto de la radio: nos deja una parcela de libertad. En cambio, la imagen televisiva, si la miro, me impide ocuparme de otra cosa, me somete a su poder hipnótico, tan poco atractivo como sea el espectáculo propuesto.
Escuchaba esta mañana, con un oído desatento –debo confesarlo–, un programa donde, entre dos canciones a la moda, el locutor cambiaba de tema para dejar espacio a una entrevista orientada hacia el terreno cultural. El entrevistado era un escritor. La primera información era impresionante: los libros de este autor se venden, no por miles de ejemplares, sino por millones. Cualquiera que sea la idea sobre los libros y lo que ha convenido llamarse literatura, esta cifra de millones no es sólo impresionante: constituye una información colmada de sentido, al menos desde el punto de vista sociológico. Cuando millones de personas compran el mismo libro, el hecho debe necesariamente significar algo. Sería demasiado fácil, si no perezoso, contentarse con una reacción de desprecio ante tal fenómeno. No hay fenómeno insignificante.
Era el momento de abrir los oídos. El escritor tenía una voz agradable. Hablaba suavemente, con lentitud y un tono de modestia que no podía pertenecer sino a un hombre cuyo enorme éxito no se le había subido a la cabeza, provocándole el mareo que conduce al vértigo... y al delirio megalómano. Como dicen los franceses, no había agarrado la grosse tête. Al contrario, su voz daba una impresión simpática. Poco importa su nombre, vuelto célebre, si no en las revistas literarias donde afectan ningunearlo, al menos en las publicaciones people tan vendidas como sus libros. Saber cómo se llama no agregaría nada esencial al fenómeno que representa pues, de manera paradójica, encarna una especie de anonimato. Es el señor Todomundo. Sin duda, va aún más lejos, todavía no es el señor Todomundo; quiere serlo. Y, la verdad, parece dotado para lograrlo.
A una de sus lectoras, de ésas que hacen la cola durante horas en los salones del libro para obtener un autógrafo, la periodista pregunta su opinión, el motivo de su apasionado interés por las obras de este autor. La respuesta brota inmediata, categórica y franca: “No me gusta leer, nunca me ha gustado leer.” La reportera no se esperaba tal declaración. Trata de aclarar, confusa: “Sin embargo, usted lee los libros de este autor y, aparentemente, forma parte de sus admiradoras.” “¡Ah, claro! Lo adoro, pero no me gusta leer.”
La periodista no insistió. El desconcierto que la había sobrecogido ante la obstinación de la lectora en repetir su credo resumido en dos mandamientos tan imperiosos y breves uno como otro: “No me gusta leer” y “Adoro los libros de este autor” no dejaba espacio a un diálogo más profundo. No era posible replicar. No obedecía a ninguna lógica. Cualquier tipo de reflexión era rebasado, relegado a su abismo, ese vacío que deja mudo ante lo incomprensible, lo absurdo y que sólo el humor puede salvar, en el mejor de los casos, para evitar caer en la angustia. Y sin embargo, la franqueza, la autenticidad de este testimonio era indiscutible. La joven no se preocupaba por saber si sus palabras tenían o no sentido, si era o no conveniente decirlas, si iban a escucharla o a burlarse de ella. La muchacha se limitó a decir lo que sentía.
La chica ignoraba a qué extremo lo que dijo poseía sentido. No era su papel explicar sus palabras ni dilucidar a otros la significación de su conducta asombrosa. No era escritora ni filósofa, y no pretendía serlo. Se contentaba con responder a las cuestiones, sin tratar de dar una imagen sofisticada tomando la pose de una intelectual que no era ni quería ser. Su testimonio no era por ello menos revelador de un fenómeno extraño que habría valido la pena ser analizado, si la radio pudiera ser un medio conveniente para reflexionar sobre el sentido de las cosas. Muy lejos de esto, la radio es, con excepciones, un instrumento donde se habla mucho y donde, tal vez en consecuencia, se piensa poco.
¿Qué puede significar este nuevo fenómeno: la aparición de libros que se venden por millones y que son comprados por clientes a quienes no les gusta leer? Es acaso el signo de la aparición de una literatura muy nueva: la literatura para aquellos a quienes no les gusta leer. Después de todo, representan cuantitativamente una masa importante. La ley de las cifras es la ley primordial de nuestro mundo mundializado. Es posible imaginar, sin recurrir a una especie de novela de ciencia ficción, un universo donde la literatura ya no sería sino el espacio de elección de quienes no leen, o que no leen nunca frases de más de tres palabras, de onomatopeyas, borborigmos, ladridos, maullidos, gritos impresos en las exclamativas burbujas donde fingen expresarse los personajes de los cuentos; en suma, un espacio poblado de silencio y ruidos. Un lugar donde no se piense. Donde se olviden tan pronto como se recorren, con la mirada, sonidos que sustituyen con el grito a la palabra e impiden a ésta ser dicha.
Life is a tale told by an idiot full of sound and fury and signifies nothing. “La vida es una historia contada por un idiota llena de ruido y furor y que no significa nada”, escribió Shakespeare. Hablaba de la vida humana en un relámpago de iluminación aterrador. ¿Cómo habría podido imaginar el sentido que el progreso daría a estas inspiradas palabras?