Por Enrique Serna
La diplomacia es un arte complejo y sutil que los inadaptados  sociales admiramos desde lejos, como intrusos harapientos en un baile de  gala. Pero así como el cojo añora la pierna que perdió y la reconstruye  en la imaginación, el sociópata puede teorizar sobre un arte que  desconoce en la práctica, pero ha estudiado a fondo con el resentimiento  de los inválidos. La mayor dificultad del trato social, según creo,  consiste en adivinar lo que el mundo espera de uno y actuar  camaleónicamente según lo requieran las circunstancias. Para eso hay que  saber calibrar al otro al primer vistazo, renunciar a cualquier brote  de espontaneidad y estar siempre dispuesto a representar un papel. No  culpo a quienes han adoptado una máscara social con fines de  supervivencia. ¿Qué importa ser un poco hipócrita si con ello se logra  un mejor entendimiento con los demás? Fingir gentileza, o mejor aún,  fingir aprecio, es una táctica infalible para granjearse el favor de la  gente, porque el prójimo siempre acepta al interlocutor que lo trata con  calidez. Pero quienes representamos mal ese papel, ya sea por  inseguridad o misantropía (defectos que suelen ir de la mano), debemos  abstenernos de interpretarlo, porque la gentileza forzada hiere más que  ningún desaire y concita las peores enemistades.
Solo  hay un pecado social más grave que la amabilidad contrahecha: saltar  abruptamente de la charla anodina a las confidencias íntimas con la  gente que acabamos de conocer, o enfrascarse de buenas a primeras en  ásperas discusiones, pretendiendo haber ganado en media hora una  confianza que, por lo general, los amigos tardan años en conquistar.  Conozco la incomodidad que provoca ese acto vandálico, por haberlo  cometido infinidad de veces cuando era un joven inexperto y atolondrado.  La gente me tomaba por un terrorista insolente que pretendía  involucrarla en un psicodrama, cuando yo solo quería elevar la calidad  del debate y entrar al meollo de los temas que de veras importan. Como  la sociedad castiga severamente a quien se toma estas confiancitas, uno  procura enmendarse y comienza a tratar a los demás con respetuosa  cautela. Pero la resequedad extrema también es políticamente incorrecta y  crea una atmósfera de tirantez que nadie puede soportar, sobre todo en  la convivencia laboral, donde es horrible tratar de “hola” y “adiós” a  los mismos extraños de siempre, sin pasar nunca a un trato más afable.  Por conveniencia mutua, en tales casos hay que aparentar una ruptura del  hielo y detenernos cada mañana a intercambiar dos o tres frasecitas  inocuas con el encargado de las fotocopias. Así evitamos, por lo menos,  la carga patológica que puede llegar a tener el roce cotidiano entre  desconocidos. Envidio a quienes logran hacer esto con naturalidad,  porque yo nunca he podido. Más aún: creo que nadie puede ser agradable  de tiempo completo sin desarrollar una fobia secreta contra la gente a  la que ha consagrado tantas horas de esfuerzo. Por eso los políticos  odian a sus bases de apoyo, y no vacilan en sacrificarlas a la menor  oportunidad: les recuerdan cuánta piedra picaron para llegar donde  están.
El trato social se complica más aún cuando entra  en juego el escalafón jerárquico del mundillo literario, porque la  camaradería y el trato entre iguales no pueden existir en un medio donde  tanta gente codicia los sellos de prestigio. Mucha gente cree que las  vacas sagradas de la cultura nunca se bajan de su pedestal, pero mi  experiencia me indica lo contrario. En realidad, la gente más  obsesionada con los sellos de prestigio o los signos de estatus es la  que nunca los ha tenido y, por lo tanto, ni siquiera concibe la idea de  entablar amistades ajenas a esa escala de valores. En el ensayo Status anxiety, un estudio muy esclarecedor sobre las reglas no escritas del trato social, Alain de Botton reproduce una caricatura de la revista Punch que ilustra la cruel paradoja del esnob autodestructivo:
–Allá van las Spicer Wilcox, mamá –exclama una hija a su madre caminando por Hyde Park. Supe que se mueren por conocernos. ¿No deberíamos de llamarlas?–Por supuesto que no –replica la madre. Si se mueren por conocernos no son dignas de nuestra amistad. La única gente digna de nuestro interés es la que no quiere conocernos.
Cuando  uno trata a seres de esta calaña sin darse importancia, o busca  ingenuamente su amistad, sienten que uno ha pisado fondo, porque de lo  contrario no se rebajaría a tratar con ellos. Es imposible saber quién  va a reaccionar así porque la aparente franqueza de un buen histrión  puede engañar a cualquiera. Como este mecanismo psicológico rige en gran  medida las relaciones públicas del Parnaso, cualquier acercamiento  amistoso que intente borrar los repugnantes títulos nobiliarios queda  condenado al fracaso, a menos de que uno sepa guardar las debidas  distancias. Pero las “debidas distancias” empobrecen tanto la vida  social que termina siendo preferible charlar con un libro.
 
 
Entablar cualquier tipo de relación con alguien, puede resultar muy satisfactorio o no ser así. Ya que en este mundo, existen muchísimas personas a las cuales cres conocer, ya sea por la cara que te muestran cuando estan de buenas y lo malo es que uno se lo cree, pero no son así, demuestran lo que les conviene y de ello hay que aprender: aprender a conocerlas y saber vivir con ello, ya que la mentalidad de una persona, no podemos cambiarla, pero si con el tiempo, cosecharán todo lo que han sembrado, desde una sonrisa, hasta un gesto desagradable...
ResponderEliminarCreo que todo tenemos fracaso, y más ante una sociedad que nos pide que realizamos ciertas cosas, y por nuestros intereses no lo llegamos a realizar porque eso no nos garantiza un bienestar para nosotros. Siempre los demás estarán esperando de nosotros cosas que para ellos son buenas, pero no se dan cuenta que también nosotros tenemos necesidades y conforme a ella vamos a actuar. “La mayor dificultad del trato social, según creo, consiste en adivinar lo que el mundo espera de uno”.
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