lunes, 31 de octubre de 2011

MICTECACIHUATL Y MICTLANTECUHTLI, GUARDIANES DEL INFRAMUNDO

Cada vez es menos complicado describir el día de los muertos, la festividad en la que se celebra la vida de los difuntos y se les espera con nutritivas ofrendas, recordatorios y altares que homenajean su paso por esta tierra.

En estas fechas del año, se hace más evidente la distinción de las celebraciones a los que han partido hacia otro plano. Mientras en muchas culturas se festeja el mercantilizado “All Hollows Eve” o Halloween, el cual alude más a empachos por consumo de golosinas y disfraces estrafalarios, otras tradiciones continúan arraigadas a un profundo legado cultural y una historia que como espectros regresan todos los años a recordarnos quiénes somos.

Si bien el día de las brujas es una festividad divertida y que genera expectativa en chicos y grandes, su propósito se ha reducido en gran medida a la diversión y la demostración de las cualidades decorativas que muy poco aluden a la festividad original.



Antes del edén, del limbo y del infierno; de la trinidad, las cruces y el dogma cristiano, de calacas azucaradas y versos satíricos que burlan a políticos y personalidades importantes, una unión de deidades aztecas centró su reino en el inframundo, donde se albergaron todas las ánimas del mundo y las bases para la tradición que ahora conocemos.

Mictecacihuatl y Mictlantecuhtli recibían a todos los difuntos de muerte natural o que presentaban cierta particularidad en su partida. Sin embargo, en estudios basados en los escritos del fraile franciscano Bernardino de Sahagún (“Historia general de las cosas de Nueva España”) se menciona que del mismo modo, gente de la nobleza azteca también residía en este plano.

Según los escritos de Sahagún, quien logró dominar el náhuatl, y gracias a informantes indígenas documentó la cultura, los muertos -de acuerdo la forma de perecimiento-, se dirigían a dos lugares: Tlalocan (el cielo del sol) y Mictlán.

Sin embargo existía otro destino del cual se desconocen muchos aspectos que es denominado Xochatlapan.

Para ser admitido en Mictlán -el que muchos consideraron de manera errónea como el infierno, ya que era parte inferior de los tres planos de la cosmovisión azteca-, el difunto debía pasar nueve pruebas correspondientes a los nueve niveles de Mictlán hasta llegar al umbral de la “Dama de la muerte” o Mictecacihuatl, y el Señor de los difuntos, Mictlantecuhtli.

Mictlán era el nombre del lugar del descanso eterno, el destino al que cualquier mortal (no ultimado en guerras, sacrificios o muerte heroica), podía aspirar.

Con la llegada de la conquista española, milenarios rituales fueron eliminados o modificados de los calendarios festivos por ser considerados paganos, y la festividad en la que se honraba a los muertos -originalmente realizada a principio del noveno mes según el calendario azteca, vale decir en agosto según el calendario actual-, no fue la excepción.

No obstante, esta festividad que en primera instancia era celebrada durante un mes con diferentes ceremonias, fue adoptada por la iglesia unificándola (como hizo con muchas romanas), formulando un secretismo cultural con la ya establecida celebración eclesial de Todos los Santos.

Más a fondo, la naturaleza de esta celebración azteca y la visión sobre el alma y la vida después de la muerte, estaba constatada en que el cuerpo humano estaba formado por una parte física y otra espiritual; esta última dividida en tres partes: Teyolía, el Tonalli e Ihiyotl.

Estas tres entidades anímicas se concentraban primordialmente en la cabeza, el corazón y el hígado.

Estas “tres almas” (o tres aspectos del alma), estaban encargadas de mantener el equilibrio físico y mental de cada persona. Así al morir, Teyolía que se encuentra en el corazón engloba la esencia humana y las facultades mentales.

Del mismo modo, Tonalli (relacionado con la individualidad y el destino personal), reposaba sobre la tierra y era guardado por los familiares en pequeños cofres junto con sus cenizas luego de ser cremados junto con ofrendas y artefactos que ayudarían a los difuntos en el más allá.

Finalmente se encontraba Ihíyotl, motor de las pasiones y cuya esencia se dispersaba por la faz de la tierra para convertirse en espectros o enfermedades.

En religiones occidentales el destino del alma es definitivo, y claramente definido: Si te portas bien te vas al cielo, y si te portas mal te vas al infierno.

En la cultura azteca, contrario a esto, el destino final estaba determinado por la manera o causa de la muerte. Como se halla en los documentos de Sahagún, también este destino estaba determinado ademas, por la ocupación del difunto.

Tlalocan, el otro destino, era un lugar de abundancia, donde la mazorca, el agua y la vegetación excedían; era un lugar sin penas habitado por guerreros y personas sacrificadas en batallas o rituales, donde después de cuatro años se convertían en aves de hermoso plumaje y se alimentaban de la nutritiva cempazuchil, la tradicional flor de los muertos.

Los familiares de los que se dirigían a Mictlán –y aquí es donde reside una de las bases de la tradición- mediante rituales auxiliaban a sus seres queridos para vencer estas nueve pruebas al colocar una diversidad de elementos en pequeños altares en forma de pirámides. Vencer el “viento de navajas”, atravesar un camino con culebras, o con una lagartija verde eran algunas de las pruebas antes de llegar a la última, que era cruzar el río Chiconahuapan.

Para esta prueba los familiares del difunto lo enterraban junto con un perro para que éste les asista al cruzar el río hacia el destino final, junto a los amorosos amos de la muerte.

Al llegar junto a ellos, el muerto debería presentarse y entregar las ofrendas con las que fue enterrado.

En cuanto a las honras para los muertos que se dirigían al inframundo sí existía una distinción en lo social.

Los nobles eran acomodados de forma específica, envueltos en un lienzo recién tejido, en la boca una pieza de jade era colocada para simbolizar el corazón. Se cree que como en Egipto antiguo, los esclavos de estos nobles eran sacrificados para asistir a sus amos en la otra vida. Los actos fúnebres para los de menor casta social eran similares, diferenciándose en la piedra colocada en la boca.

“No tenemos vida permanente en este mundo y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida”, decían los aztecas, y esta afirmación no ha caducado.

El día de los muertos es la celebración en la que los mortales tenemos la oportunidad de recordar a los que se “calentaron” con el sol en este mundo, y asistirles para que lleguen al paraíso perfecto, a Mictlán, y todos lo años vuelvan a estar entre nosotros.
 

¿A dónde iremos?

¿A dónde iremos,

donde la muerte no existe?

Más, ¿por esto viviré llorando?

Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá por siempre.

Aun los príncipes a morir vinieron.

Los bultos funerarios se queman.

Que tu corazón se enderece:

Aquí nadie vivirá para siempre.

-Nezahualcóyotl.

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